AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

jueves, 24 de julio de 2008

MILÚ


Milú, fue el único perro que mis padres consintieron tener en casa. Provenía de una camada de seis cachorrillos que unos vecinos míos habían tenido de su perra. Me hizo gracia por ser el único de los seis que nació sin rabo y esa mutación de la naturaleza bastó para que yo me fijara en él. Así se libró del triste destino que habrían de tener algunos de sus cinco hermanos. Milú, que así le bauticé recordando al famoso perro de Tintín, se crió en compañía de una gatita negra recién nacida también con la que compartió juegos y peleas. Desde entonces me di cuenta de que los animales son todos distintos, con su propia personalidad, valga el término.

Milú raramente aceptaba órdenes de los que no eran sus amos más directos, es decir, mi padre y mi madre. Siempre estaba vigilante con los ruidos de la corralada. Aparte de la gatita negra, tenía una devoción enorme a su gran amigo, Nene, el caballo, al que dedicaba mil carantoñas. Se comunicaban entre sí con pequeños ladridos y relinchos cortos. Su sitio preferido para dormir en invierno era en el calor de la cama de las vacas. Se acurrucaba junto a Marquesa, la vaca más vieja y tranquila de la cuadra esperando, con el amanecer, el dulce olor de la leche caliente del ordeño.

Cuando escuchaba las pisadas del caballo despertaba de su siesta y seguía paso a paso todos los movimientos de mi padre mientras lo aparejaba para el carro. En la carretera, seguía el paso o el trote del caballo debajo el carro. No se sabe cómo fue que tomó la costumbre de seguir a la carrera a todos los coches que pasaban, sin ladrar, como si compitiera con el motor. Después de un largo trecho, volvía al encuentro del carro y se cobijaba del sol o de la lluvia bajo él, hasta que pasase otro coche al que seguía en una nueva carrera.

Una mañana, la gata negra apareció arrastrándose y con el cuello roto, y fue incapaz de atender a su cachorro rayón. Quisimos creer que se trataría del ataque de algún animal. No pasó del día y la enterramos en el huerto bajo el limonero. Rayón seguía a Milú que no tardó mucho en hacerse cargo de él. Fue claramente una adopción. El gato salió adelante y creció deprisa con la leche de Marquesa y el cuidado de Milú. Se les veía muchas veces tendidos al sol, junto a la fachada de la casa. Con una mano, Milú protegía a su pupilo que peleaba por sacar de las tetillas yermas del canino alguna gota de leche. Si no podía darle el alimento, al menos le daba el calor de su pelaje y de esa forma, engañando su infancia lo fue sacando adelante.

Rayón y Milú protagonizaron en una ocasión una bien organizada cacería de surnias que anidaban en el pajar entre los zardos de avellano. Era primavera y después de una larga invernada, el solláu del pajar había quedado desnudo de hierba. Tan sólo las consabidas bolsas de grana bajo alguna que otra pella de hierba cana producto de las goteras del tejado o de las humedades de la pared del poniente tapaban los huecos de los zardos. Y en esas bolsas estaban ocultas las ratoneras que de vez en cuando explotaban en una algarabía de chillidos. Rayón sesteaba en la milana. Se irguió lentamente y afiló sus orejas en dirección al origen del griterío. Avanzó a tientas como en campo minado. Abajo, Milú, como si estuviesen previamente de acuerdo, se levantó de su siesta en el felpudo de la puerta de la casa colindante y dio como aviso a su compañero un inquieto ladrido, señal tras la cual, comenzaron a llover por entre los agujeros del sollado ratones que cayeron abatidos uno a uno. Para ello, Milú saltaba en todas las direcciones a medida que Rayón revolvía los nidos que encontraba arriba en el pajar. Fueron, creo recordar, dieciséis bajas ratoniles. Otros tuvieron mejor suerte y abandonaron el lugar hacia los huertos colindantes.

A Milú le quedarían aún muchos años para irse también al sueño de los canes. Todas las mañanas, en invierno, se desperezaba en la cama del rozu de detrás de las vacas, con un estiramiento de patas y un aullido a modo de bostezo, cuando mi padre abría el portalón de la cuadra dejando salir de ella el grueso aire imprimado de los olores cálidos de las vacas y del caballo. Esperaba con movimientos nerviosos de su mutilada extremidad, el momento de lamer en el plato su ración de leche recién ordeñada.

Y todas las mañanas de la casi fundida primavera, aparecía tras la casa, saltando el muro que separa la huerta del prado vecino, cuando sentía movimiento y el ruido de los calderos de mecer descolgarse del jerradero.

Un día de finales de primavera, no acudió al desayuno de la mañana ni al almuerzo ni a la cena. Se le encontró inerte en la huerta, al día siguiente, bajo la copa florida del tilo, cerca de la cuadra de Nene, el caballo. En el otoño siguiente aún se pudo ver, un cerco de hierba verde intenso donde había sido enterrado su cuerpo. Aún sigue viviendo en nuestra memoria y en nuestro recuerdo por el afecto que sabía trasmitir a sus dueños y a su familia ya fueran vacas, caballo o gatos.

(El título de estos relatos está tomado del que da Gerald Durrell a su famosa obra: “Mi familia y otros animales”, que se aconseja como un libro entretenido por ameno e informativo a la vez, de temas de naturaleza.)