AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

viernes, 3 de diciembre de 2010

La CASONA Verines, Pendueles



"A CUESTAS CON MEDIO SIGLO"


Un pueblo: Pendueles, barrio de Verines. 
Un acontecimiento: Se inaugura la reapertura de La Casa de Los Nobles Irlandeses, patrimonio de la Universidad de Salamanca. 
                                            
Una fecha: 22 de junio de 1985.
Reportaje:
     
   Transcurrieron cuarenta y nueve años, desde que un día, a primeros de agosto de 1936, cuando los últimos seminaristas irlandeses tomaron el tren de la una para no volver jamás.
    
     Pero la casa no quedó sola. Quedó la palmera custodiándola:

                                       “TESTIGO MUDO DEL PASADO”
      
 ¿Qué haces ahí, sombrilla verde? ,
        ¿Quién te clavó en la tierra? ,
        ¿A quién esperas? Testigo eres
        del tiempo, y en ti
        está escrita la historia.
        
        Hija nostálgica de indiano,
        me recuerdas el despiste humano,
        la timidez del que no oye,
        ni entiende, el lenguaje de la calle.
        Subes que subes al cielo
        y vas perdiendo, poco a poco,
        colgajos de tu falda caribeña.
        ¿Para quién es tu fruto?
       
 El sol no lo dora,
        porque anda escondido en la sierra.
        ¿Acaso se ve, palmera, desde tu copa,
        la tierra de tus mayores?
        ¡Qué orgullo fuiste de un hombre!
        y ahora, cantan en ti otros pajarillos,
        mientras, chiquillos
        que salen de la escuela,
        sueñan con subir a tu vera. 

     Bajo la palmera, una mujer, Concha Pidal Noriega que me cuenta:

    "Yo era una chiquilla cuando los canteros la construían; iba a la escuela. Costó 35.000 pesetas hacerla y la construyó Manuel Posada, de Colombres, para un americano de Texas que vivió aquí, Ricardo Ortiz quien la vendió al Colegio de Nobles Irlandeses del "Patronato de San Patricio" de Salamanca.
Corría el año 21, cuando llegaron por primera vez a Pendueles."

     Fue en ese año de 1921 cuando Irlanda, tras largas guerras por la independencia de la Corona Inglesa, obtuvo la soberanía como Estado del EIRE.  Es posible que los irlandeses, instalados en Salamanca, ayudados por la Monarquía española, hayan reconocido en Asturias y, concretamente en este pueblo llanisco, retazos de su verde Irlanda.

      Existen otros de mis personajes que me pudieron contar algo de aquel tiempo. Pura y Rafael Martínez, son hermanos y aún viven en la casa paterna que está justo detrás de la Casona.

      Fael, jugaba al fútbol todas las tardes en un prado, cerca de la playa de Buelna, a la que iban a bañar los sudores después de un duro partido. Con casi ochenta años, pero con el espíritu de un chaval de entonces, me narra, con una chispa de alegría manifiesta en sus ojos, aquellos años previos a la guerra. 
     Estoy sentado con él a la sombra, sobre unas vigas de roble, aún fuertes, que sostuvieron antaño la techumbre de la cuadra del ganado. Junto a nosotros, la pequeña lancha, boca abajo, recude las últimas lágrimas del mar, añorando largas horas bogando en las tranquilas aguas junto a Peñaquinera.
    
      Pura, mientras cultiva la huerta, nos escucha. Algo le viene a la memoria y me cuenta también lo que recuerda de su niñez:
       "Eran muy simpáticos y se reían con nosotras, pero no les entendíamos nada de lo que nos decían. Pasaban en desbandada para la playa, toalla al hombro, por el campo a través. Cuando iban de marcha, llegaban hasta Llanes y regresaban, a buen paso, siempre en fila, los ojos bajos, pisar recio guiados por el jefe. 
     Algunos días, se escuchaba el piano y los violines acompañando a los cánticos, tras las ventanas de la Casona.
     Tenían capilla propia, pero en algunas ocasiones, iban a misa a la iglesia de Pendueles. 
     Cuando se marcharon, se despidieron de todos nosotros, invitándonos a una merienda en la finca."


     Yo, voy en busca de otro personaje: Celso Amieva, que tiene en común con los anteriores, haber pasado los rigores de una guerra que vino a truncar sus juegos o anhelos de juventud. Cárcel, represión para quienes no quisieron doblegarse a abandonar sus ideas.
     A Celso Amieva, lo conocí a través de su libro "Asturianos en el destierro", en una edición de la Editorial Ayalga, y posteriormente, en persona, con ocasión  del homenaje que se le tributó merecidamente en Llanes, cuando después de un largo exilio, regresó de Moscú donde trabajaba como corrector de estilo para la Agencia Novosti de noticias. 
    Celso, en un poema recogido en un libro de poemas, "Más poemas de Llanes"  editados por el semanario local "EL ORIENTE DE ASTURIAS", dice así en dos de sus estrofas que dedica a los estudiantes irlandeses:

    “Playa de Pendueles"
    ( …)

            Los seminaristas, todos irlandeses,
            clavan en tus ancas ojos futbolistas.
            Y luego los bajan cual dóciles reses,
            todos irlandeses los seminaristas.

            Igual que tasugos, por los maizales,
            marchan cabizbajos, tornan a sus yugos.
            Sin epitalamios y sin esponsales,
            por los maizales igual que tasugos.


    Esperemos que acontecimientos como estos sirvan para soldar más y más la unión y entendimiento entre los pueblos, como también entre las distintas culturas que existen en nuestro querido suelo español.
                                               Ramón González Noriega

PROYECCIÓN INTERNACIONAL

Estimado Ramón:
Fue como descubrir un tesoro inesperado, encontrar en tu blog un artículo sobre La Casona de Verines y los estudiantes irlandeses.  Visité la casa en Mayo 2008 y, por fin, van a publicar mi artículo en una revista irlandesa: “Archivium Hibernicum2012”.Me gustaría poder citar las palabras de Pura Martínez,  y también reproducir tu poema sobre la palmera que me encanta, (me gusta también que los niños de la escuela hayan dibujado la palmera!). Por favor, confírmame que tengo permiso para citarlo. He hecho una traducción al inglés del poema tuyo, pero si no te gusta, dímelo, ya que no estoy muy acostumbrada a hacer tales traducciones.
Te enviaré una copia del artículo, cuando lo tenga y también supongo que estará en formato digital en el website de Los Irlandeses en Europe, basada en este Colegio, con enlaces a muchas ilustraciones: http://www.irishineurope.com/
Te doy las gracias, anticipadamente, por el documento y la foto. Espero recibir pronto tu contestación.
Muy Cordialmente,
Regina

Traducción del poema:

What are you doing there, green sunshade?
Who nailed you to the earth?
For whom are you waiting? You are witness
to time, and history is written within you.

Nostalgic daughter of an indianoyou remind me of how man goes off- track,
of the timidity of one who does not hear
nor understand street- talk.
Upwards and upwards you climb to the sky
and little by little shreds of your Caribbean skirt are shed.
For whom is your fruit?
The sun does not gild it,
because it goes hidden in the mountains.
Palm, perhaps sometimes you can glimpse the land
of your ancestors, from the tip of your crown.

What pride a man once took in you!
And now, different birds sing in your fronds,
while children running out from school
dream of scaling your heights.
Regina Richardson
(Subject Librarian for Music &
Modern Languages, Literatures & Cultures
National University of Ireland, Maynooth)
Maynooth
Co. Kildare
Ireland 
(Marzo de 2012)

(Pendueles, junio de 1.985)

viernes, 26 de noviembre de 2010

LA BOLERA DE PENDUELES

"LA BOLERA"
Ya recogieron los músicos
y se acostaron las niñas
de la bolera.
Ya quedaron en silencio
los tilos y la fuentina
en la bolera.
Ya nos dejaron alegres
las castañas y la sidra
en la bolera.
Ya comenzaron las clases
e iremos a la salida,
a la bolera.
     (El Maestru)

Se refiere a la fiesta que tiene lugar en Pendueles de Llanes, el 17 de noviembre, en la celebración del día del patrón del pueblo, San Acisclo. Se hace coincidir con el sábado más próximo a esa fecha. Unos días antes, echan abajo la hoguera plantada en la apertura de las fiestas del verano, (17 de agosto). Con la leña sacada de ella, se mantiene toda la noche una hoguera en la que se asan suficientes castañas para repartir entre los asistentes, acompañadas de sidra dulce. Se hacen bailes en la bolera, que ayudan, junto con la hoguera y el calor de las castañas a soportar los primeros fríos que nos trae el mes de payares.

Las boleras: Antiguamente era sin duda el sitio de reunión de todo el pueblo. En ellas no solamente se jugaba a los bolos, sino que se celebraban los bailes de las fiestas. También se hacía en ellas las reuniones dstinadas a discutir, ponerse de acuerdo y decidir sobre actuaciones que implicaban beneficio o daño para los vecinos, en el llamdo conceyu. Otras veces las reuniones estaban relacionadas con el trabajo del campo y en sus inmediaciones se daban cita los ganaderos con el veterinario para realizar las vacunaciones pertinentes. O era para la recogida de la paja que llegaba en camiones desde Castilla, o para la entrega de las manzanas destinadas a los llagares de sidra, la entrega del ocle y otra cualquiera actividad que se diese. También solía acudir a la bolera el herrador, el calderero y paragüero y en general resultaba un centro de fácil localización para hacer cualquier tipo de transación o trabajo eventual. Lugar de cita para la infancia por tener el suelo cubierto de arena y cerrado por muros que permiten a los mayores sentarse a la sombra de los tilos mientras vigilan a sus pupilos. Era el lugar donde se reunían los jóvenes y los mayores tras los trabajos duros del día, para descansar y relacionarse simplemente, después de la cena. Hubo un tiempo, en que se dejaron abandonadas las boleras, seguido de otro en el que se produjo un nuevo auge y volvieron a resurgir las peñas bolísticas,pero aún existen boleras abandonadas, en desuso, porque también hay que decirlo, algunos pueblos se van muriendo poco a poco.Su población va disminuyendo por la emigración, por los recursos laborales que se dan en localidades mayores. Por contra, se van poblando por gentes venidas de la ciudad que busca en ellos un lugar tranquilo,pero que no tienen ningún arraigo con este sitio tan popular en otra época.

REPLICA A UN MADRILEÑO DESCONTENTO
El abuelo de un amigo de mi hijo solía venir a Pendueles en agosto, por las fiestas, pasando unos días al lado de sus hijos y nieto. Solía ir, en los veranos precedentes, de paseo con su nieto por la senda, hasta las playas de Castiellu o del Picón o Bretones. Pero aquel verano no hizo más que llover y llover. Sólo podía ir, como mucho, con la silla cubierta de plástico y con paraguas hasta el pórtico de la iglesia donde ensayaban las aldeanas los cánticos de los ramos. Si descampaba unos minutos, las bailadoras del autóctono “Fandango de Pendueles" salían al camino delante de la iglesia a bailar, acompañadas del pandero y pandereta y los cantos de Miliuca y Charo.
Así que aquellas vacaciones tan mojadas no le gustaron a Paco que marchó sin poder apenas salir de su casa alquilada. A los pocos días de la marcha de la familia madrileña, mi hijo recibió carta de su amigo Juan y dentro venía una nota del abuelo que por escueta me hizo mucha gracia. Ponía esto:

“¡Siempre lloviendo en Pendueles!
Yo he venido a descansar.
Aunque decir esto duele,
me parecen los ensayos
del Diluvio Universal.”

Yo, a vuelta de correo le envié dentro de la carta de mi hijo a su nieto Juan, esta otra:

Querido Paco:

Tus versos glayan
doliente verdá, pero
si Asturias ye verde,
habrá sidra n’el llagar.
Si n’agostu ves nieblina
engolá n’el castañal,
n’otoñu, los frutales
fartucarán tu paladar.
(Pendueles, ochobre de 1.994)

martes, 21 de septiembre de 2010

LA EMIGRACIÓN


Nuestra idea primera era viajar a Alemania, animados por Ramón Amieva Sánchez que contaba ayudarnos a buscar trabajo una vez llegados allá.
En Hendaya antes de hacer trasbordo de tren, nos sentamos en un prado a dar cuenta de las provisiones que llevábamos desde casa en una bolsa de tela: huevos cocidos, una barra de salchichón, un queso curado y restos de la tortilla que aún quedaban en la fiambrera.

En nuestras respectivas maletas de cartón llevábamos poco más que un par de mudas de la ropa interior, varios pares de calcetines, dos o tres camisas, un jersey, una vieja gabardina, una bufanda y varios pañuelos. En el bolsillo, sujeto con un imperdible la cartera donde iba el carnet y el papel de emigración que debíamos presentar en las aduanas de los países por los que fuésemos pasando. Apenas unos billetes sisados de las jornadas de todo el año con la siega, la plantación y corta de bosques y otras tareas así, que al cambiarlos en las respectivas aduanas, fueron menguando, por el escaso valor de nuestra peseta con las monedas extranjeras.

Los altavoces de la cercana estación ferroviaria avisaron de la próxima salida del tren. No pudimos terminar con tranquilidad aquella improvisada comida campestre. Antes de tomar el tren, conocimos a otros paisanos de distintas localidades, tanto asturianas como de otras provincias, que llevaban como destino Ginebra en Suiza. Por lo que nos contaron en el tiempo de espera para la salida, notamos que las ventajas suyas con respecto al trabajo que les esperaba, eran superiores a las que a nosotros nos habían hablado de Alemania. No lo pensamos mucho ni nada y sobre la marcha decidimos modificar nuestro destino y les seguimos al andén en cuyo tablero ponía: Génève.

Una vez llegados a la estación de Kornavin, en Ginebra, nos bajamos. Allí había dos agentes de emigración que en casi perfecto español preguntaron quiénes iban de España con destino a Suiza. Varios viajeros nos acercamos con cierto recelo, mientras éramos atentamente observados por ellos. Nos mandaron acompañarles. Uno de aquellos agentes, especie de policía secreta, abrió paso a la comitiva en tanto que su compañero cerraba la marcha tras nosotros. Bajamos las anchas escaleras y nos llevaron a un local donde una chica, que también hablaba a la perfección nuestra lengua, pues era claramente española, o al menos eso me pareció, se encargó de anotar todos los datos personales que nos preguntó y quiso también saber cuál era nuestra especialidad de trabajo u oficio en España.

Llevábamos bien aprendida la lección. Tata nos había encomendado que en Alemania dijéramos que éramos hoteleros, porque era un trabajo llevadero, pero que por nada del mundo se nos ocurriera decir ganaderos o agricultores. Cuando al fin me tocó a mí decir el oficio, dije también hotelero, sin saber ni por lo más remoto en qué consistía aquel trabajo. Como los que me precedieron ya habían dicho lo mismo, a la chica le escamó que fuese demasiada coincidencia que todos tuviésemos un hotel en España. Nos dijo no haber más plazas de hoteleros. Así es que, sin otra posibilidad de elección, me ofreció un trabajo en el campo que acepté sin rechistar y hasta con agrado, porque de ese trabajo yo estaba seguro de saber bastante. Y lo cierto es que no me fue nada mal en aquel mi primer destino. Nadie pretendía otra cosa, por supuesto, más que mejorar en lo laboral y a fe que lo conseguí de buenas a primeras.

La chica hizo unas cuantas llamadas por teléfono y en cuestión de pocos minutos se presentaron otros hombres que habrían de ser nuestros patrones. Los dos compañeros que pasaron delante de mí fueron destinados a sendos hoteles. A mí, en cambio, me llevaron destinado a una explotación agrícola en la que por temporada del año me dedicarían a la plantación intensiva de lechugas. Al que me seguía en la espera, el cuarto de nuestro grupo de vecinos le vino a recoger su patrón, que era extremadamente alto y con aspecto de boxeador. El pobre fue llevado a una granja donde se criaba una piara de más de un centenar de orondas cochinas. Su trabajo consistió en cebarlas y bañarlas hasta dejarlas como patenas. A Manuel no le gustaban para nada aquella compañía, incluida la del patrón con el que no hubo manera de entenderse ni por señas, pero mucho menos la presencia del enorme berrón al que tuvo que acabar lavando su propio dueño.

Para la merienda le daban, la mayoría de las veces, un bocadillo de tocino que al estómago de Manuel no le sentaba nada bien tanta grasa. Al menos, contaba él, si estuviese entreverado de jamón y frito en la sartén, sería otro cantar. Y se le hacía la boca agua contándolo y recordando el olor y el sabor de los torreznos, picadillo y turrullos que a partir del san Martín, en los fríos días del invierno, desayunaba en Coxiguero. Así con esas palabras se lo explicaba a su patrón. Pero aquel hombrón, por más gestos que le hacía apretando el estómago, no le entendía o no quería entenderlo.
Ya cansado de dar inútiles explicaciones con palabras y mímica, hizo caso a un compañero suyo gallego y que, por llevar más tiempo allí, conocía de sobra la tozudez del suizo, que le aconsejó poner en práctica una solución que le dio.

Cuando al día siguiente llegó el amo con el odiado bocadillo de tocino, Manuel sacó de entre el pan el grasiento tocino y se fue con él a dar lustre a las botas de piel vuelta que había dejado en un altillo fuera del alcance de los gorrinos.
Fue la única manera de hacer comprender al terco y ruin patrón la ruindad del almuerzo con que le alimentaba, en clara desventaja con el cuidado que les daba a los animales.
El hombretón marchó de allí corrido, mascullando improperios en su lengua suiza. No era a encajar el golpe que le acababa de propinar en su dignidad aquel hombrecillo de habla incompresible y gestos nerviosos que había traído hacía tan sólo una semana de la estación de Kornavín; y que según le había dicho la encargada de la oficina de empleo, sería el obrero ideal, pues venía de una de las regiones más humilde de aquel país ocupado aún en superar los desastres sociales y económicos producidos por efecto de una guerra civil.
En las casas de la aldea, por la matanza del cerdo, se guardaba el meano del gochu unido a una pieza de tozín, colgado de la viga de la cuadra. Se usaba con la llegada del mal tiempo, para embadurnar la azufra, la cincha, la cabezada, el collarón, el sillín, la retranca y el resto de cueros de los aperos de las vacas de tiro como el sobéu, las mullidas, las sogas o los collares de las campanillas y así se preservaban del deterioro con la humedad. Idéntico tratamiento se les daba a las botas de cuero o lona para protegerlas de la abrasiva acción de la rosada, la lluvia o la nevada.

Se podrían contar centenares de anécdotas como ésta que el recuerdo va disipando de la memoria de quienes las vivimos. Los sufrimientos de los pioneros de la emigración no siempre fueron compensados por el éxito. No es el caso de quien me cuenta estas anécdotas, pues supo adaptarse y llevar los ojos bien abiertos ante el progreso que encontró. Otros, no pudiendo soportarlo, dieron la vuelta casi de inmediato. Hoy no son más que gratos recuerdos aquellos esfuerzos echados en la adaptación para quienes el mundo se reducía a un corto radio de acción y en una cultura y economía diametralmente opuesta a la suya.

Había sido llevado, como dije, de empleado a una granja de cultivos, en especial el de la lechuga en todas las temporadas. Era digno de ver cómo se llevaba a cabo.
Se empezaba por arar con tractor una extensa parcela a la que se le añadía el abono químico antes de pasar el rotobato que dejaba aquellas tierras tan finas y sueltas como las arenas de la playa. Después se las compactaba con un rodillo. Toda la mecanización que a partir de entonces fui viendo me atrajo y yo lo anotaba con admiración. Representaba todo una novedad, ya que suponía gran avance con respecto a la que usaba en mis labores.
Eran años luz del viejo arado, rastru, salladora y de la sembradora que en la mayoría de las casas, aún no habían logrado desplazar a la azada y al rastrillu; tan sólo en aquéllas en las que la hacienda era más rica.
“Algún día, soñaba yo, volveré a mi tierra, si las cosas me salen bien aquí, y tendré mi propio tractor con todos estos aperos nuevos”.
Después de preparado el suelo, se echaba una línea a lo largo del campo y se pasaba una especie de pradera enorme de dientes separados a la distancia de plantación para marcar las líneas a lo ancho y largo de la finca. Nosotros íbamos colocando los plantones de lechugas en los puntos coincidentes de las cuadrículas. Con un espito de hierro hacíamos los hoyos y tapábamos con tierra la pequeña raíz. Detrás iba el dueño comprobando que quedasen convenientemente sujetas al suelo.
Aún sin comprender nada del idioma, acabamos haciendo lo que se nos pedía a la perfección. No era un trabajo duro, pero así y todo era cansado por tener que agacharse y levantarse para colocar tantos cientos de plantones de hortalizas de todas las clases. Después de acabados varios riegos que llevábamos a la par entre todos, nos parábamos a liar un pitillo con el tabaco de la petaca y el librillo de papel. 
Al cabo del día eran bastantes las paradas técnicas y muchas más las lechugas que dejábamos por plantar. El patrón, que nos veía hacer esos continuos descansos sin decirnos nunca nada, una vez terminada la jornada, nos fue preguntando uno por uno el número de cigarrillos que hacíamos durante el trabajo. Cada uno de nosotros le fue diciendo la cantidad de cajetillas, en cuyo recuento creo que conscientes todos del problema que podría venir aparejado, bajamos la cantidad por miedo a que nos alargara la jornada para recuperar el tiempo perdido en liar el tabaco.

Al comenzar la jornada del siguiente lunes, antes de que nos fuéramos a nuestros respectivos puestos de trabajo, vimos llegar al patrón con una bolsa de la que nos fue dando a cada uno las cajetillas que había declarado para la jornada. Este detalle por parte del patrón me pareció toda una muestra de bondad y supuse en mi inocencia que con ello quería demostrar la satisfacción que con nuestra labor sentía y particularmente me sentí enormemente halagado. Incluso este gesto hizo que yo aún me despabilara más en la plantación de las lechugas de la que ya había cogido el tranquilo.
En el descanso del almuerzo me dio por sacar el tema con mis compañeros. Uno de ellos que por llevar allí más tiempo que el resto, conocía a la perfección el carácter suizo, me explicó con un cálculo de lo más elemental que con aquel gesto que a mí me había alucinado, lo que pretendía era evitar perder tiempo en liar el cuarterón, en definitiva ganaba más que perdía aún regalando el cigarrillo ya hecho. El beneficio que sacaba de la venta de lechugas desde entonces, superaba con creces el gasto en la tabacalera.

Esa lección de economía suiza me despertó de mi natural inocencia, pero no por ello dejé de sentirme muy a gusto en mi primer empleo durante la emigración.