AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

lunes, 21 de marzo de 2011

RAMONÍN TAMÉS BLANCO

En la Pereda, las máximas autoridades municipales y los vecinos se reúnen delante de la fachada sur de la escuela. Las primeras dan explicaciones a los segundos de las actuaciones que tuvieron lugar para la mejora del entorno. La obra acometida trató de mejorarlo sin tocarlo demasiado. Se podaron los viejos castaños cuyas cañas peligraban caer con los fuertes vientos, se adecentó la bolera y se remozaron la fuente, el bebedero y los caminos centrales con cemento y vallado de madera, se puso alumbrado que aparte de iluminar destaca este bello rincón. Sólo la carretera con su mal firme, sus inexistentes arcenes ni cunetas, soportando el pesado tráfico de la cantera de Santa Marina queda como punta de lanza en el requerir de los vecinos y usuarios habituales de la misma. Es perentoria su mejora.
Ramonín Tamés Blanco, como así le conocemos de toda la vida en los pueblos, nada más acabado el acto de inauguración, salta el muro de la bolera y se pone a jugar a la par de un niño que se inicia con entusiasmo en el ancestral juego de los bolos bajo la atenta mirada de su padre.
A Ramón, la vida nada fácil que tuvo, pudo impedirle dedicarse en cuerpo y alma a la actividad deportiva del bolo palma. Una pesada enfermedad, cuando todavía era un joven, le impidió hacer el gran esfuerzo que supone el manejo de las pesadas bolas. A continuación, una prolongada emigración le apartó más de cinco lustros de la actividad bolística. La retomó cuando regresa a Asturias y la compaginó, no sin mucho sacrificio, con la vida laboral.
Vemos a Ramonín llegar o salir de la estación de Llanes cargado con su bolsa de bolas para cumplir con la peña en la que estuviese comprometido. Su vida discurre entre los tres pueblos llaniscos de los que guarda especial cariño.
Aquí en La Pereda, fue donde nació y donde, con toda seguridad, haya dado sus titubeantes primeros pasos por la bolera, empujando con sus aún tiernos pies las pesadas bolas que rodando dejaban un pequeño rastro sobre la húmeda tierra. Es de pensar que cuando asistió a las primeras clases de la escuela, debió de pasar la mayor parte de los recreos dentro del cuadrilátero cerrado donde comenzaría a participar en las primeras partidas de canicas, similar juego de precisión, y de bolas también.
En Parres, donde siempre existió una gran afición a los bolos, aprendió de las partidas de la bolera de la Casona, o las de la Xunca de los mejores tiradores. La infancia dio paso a la adolescencia de una manera atropellada. Ya de bien pequeño se escapaba hasta la Vega la Portilla, que era entonces la bolera donde se celebraban los grandes campeonatos.
También en Porrúa donde se casó y vivió y acudió a la bolera a echar la partida porque el pueblo se distinguió, no sólo ahora sino siempre, por mantener las costumbres más puras, y la de los bolos no iba a ser de menos. Ramonín puso su grano de arena enseñando a varias generaciones dejando tras él a buenos tiradores que fueron de algún modo discípulos suyos.
Santiago González Gutiérrez, o Taro como le reconocen sus vecinos, también le vi esa mañana con ganas de subir alguna bola. La oportunidad es grande. Un niño juega en esos momentos a derribar como puede los bolos bajo la mirada atenta de su padre. Taro traspasa con precaución, apoyado en su cachaba, el pequeño muro y tira las primeras bolas alternando con el campeón. A pesar de sus cercanos noventa y dos años los resultados no son nada despreciables ni en el tiro ni en el birle. Siempre tuvo una gran afición a los bolos y jugaba algunas partidas. Recuerdo verle tirar en la bolera de la Xunca y en la de las Mimosas y a mí como niño que era, me llenaban los aplausos del público cuando mi padre derribaba con éxito tantos palos. Pero por las necesidades de la vida y del cumplimiento con el trabajo, pocas veces se pudo permitir esa satisfacción.
Es una buena ocasión para presentar a los lectores de El Oriente, a la par que el evento que tuvo lugar en la Pereda y que con toda seguridad haya dado mejor cuenta el corresponsal, el cuadro que capté el sábado, diecinueve de marzo, día del padre. El sol anunciaba la primavera en la pequeña vega de la Guadalupe. Me acerqué también a ella por verlos jugar y escuchar su conversación.
Ramonín.- Comencé de pequeño con la afición a los bolos. Me pasaba las horas en la bolera siempre que podía, armando y claro está aprendiendo de las formas de los tiradores mejores.
Taro.- Había tanta afición que se hacía con gusto y el tiempo se pasaba rápido. No había otro juego que tanto nos gustara.
R.- El premio venía a ser en torno a los veinte duros para la pareja que ganaba el campeonato.
T.- Y de cinco duros para el primero, ya era un buen premio.
R.- Y nos daban por pinar una peseta o dos reales. Otras veces, nada. Recuerdo estar armando en la bolera de la Vega la Portilla. Había ido bien de mañana, sin comida ni nada. La competición era larga y a mí no me permitían ni cruzar la carretera para ir a beber a la fuente que estaba a cincuenta metros. Comí lo primero cuando llegué a casa, bien tarde ya. A lo sumo te daban una peseta por armar los bolos. El campeonato solía durar un par de domingos.
Los días de diariu, después de salir de la escuela, iba corriendo hasta el Bar Palacios, porque siempre había algún indianu que te daba algo más y puede que sacara tres o cuatro pesetinas.
R.- Taro, vamos a sacarnos una foto para el recuerdo de este día y de los años pasados.
El niño, sin cohibirse para nada, se acerca a los dos veteranos y posa. Es la misma estampa que pudiera darse en cualquier bolera. Dos veteranos con un aprendiz que quizás tenga recuerdos que contar algún día y pudiera ser que fuese este momento el inicio de una nueva figura deportiva.
Aprovecho para que me cuenten los dos sin avisarles de que fuese a dar cuenta de ello.
R.- Yo ya jugaba desde criín. En Parres armábamos la bolera en cualquier rincón del camino o campera. Donde la portilla de Argandeñu, junto al Corral, o en la Bolerina, del barrio de la Caleyona, detrás de la iglesia, en el Palaciu donde Gregorio tenía una bolera curiosa o en el cuetu del Colláu.
T.- Allí mismo, junto a la portilla de la Güertona, nosotros jugábamos con el balón de goma maciza que tenía Nano el de Lena.
R.- En la bolera de la escuela se jugaba poco; se jugó algún concurso, pero era un problema porque si llovía se encharcaba ya que bajaban las aguas de los canalones. Cuando estaba seca, quedaba muy dura...
T.- Había mucha piedra viva y rebotaban las bolas; era mejor la de la Xunca.
R.- También estaban la del molín de Las Mestas y la de Las Mimosas; la de El Retiro en la huerta de enfrente y la de Pancar, junto a la escuela vieja.
T.- Yo conocí otra donde ahora está la casa de Núñez, cerca del paso a nivel. Antes era el bar de El Chato. También fueron famosas las del bar Palacios y la Bolera Cubierta, en Llanes.
R.- Recuerdo a mi tío Luis Blanco que jugaba bastante bien, y solía echársela a Guaimas y a su hermano Santones. Eran unas partidas de mil demonios. Tenían muy mal perder y acababan siempre mal, ganara quien ganara, pero siempre repetían.
Aquí en la Pereda, se jugaba siempre una partida el día de la Guadalupe, mientras se decía la misa. Hubo años en que se hicieron concursos. La bolera llegaba hasta la misma casa Conceju y era algo más estrecha, lo que marca el edificio. Después se reformó quitando de la zona del birle para dejar el paso que hay ahora y se alargó la zona del tiru.
Entonces, en casi todas las fiestas se hacían competiciones el día principal, por San Roque, en la fiesta de la Vega la Portilla, por la Guía...
T.- Y en Santa Marina, desde luego, los había. La bolera la llevaba mi abuelu Félix que las hacía de encargo para las distintas peñas. Tenía un tornu para ello, al que muchas veces me tocó hacer girar de críu. Hacía bolos aparte de los tornos de los corredores. La llevaba en el carro de las vacas junto con la sidra, porque tenía también bar. La armaban con unos tablones al lado de la carretera. Yo recuerdo haber visto echar una partida a los de Parres contra Manolo, Alberto y Lucas, que eran de El Peral.
R.- A Manolo no lo conocí, porque enfermó de joven, pero de críu fui armador muchas veces de Alberto. Años después cuando yo estaba curando mi salud por Oviedo, me veía mucho con él y llegamos a ser muy buenos amigos.
T.- Alberto jugaba muy bien y tiraba unas bolas medianas, sin embargo, Lucas tiraba bolas muy pesadas que hacían muchos bolos, porque barrían la caja.
R.- Lucas jugaban bastante bien, pero Alberto era más fino y tenía gran elegancia y estilo.
En Parres, aparte de Eduardo González, “Pachu” y Ramón Vidal Sotres, “Pilón” que fueron dos grandes y reconocidos jugadores, continuados por sus respectivos hijos: Francisco González González del primero; Manolo y Domingo Vidal Quintana del segundo como los hijos de éste último Israel y Fernando, hubo otros.
R.- Muchos que no puedo ahora recordar de repente. Destacaba por su fineza y regularidad Pedro González Díaz, pero lo dejó de muy joven. Kiko el de Natalia, Juan el de Enrique... hay muchos más, pero que por unas cosas u otras no se dedicaron como debieran a los bolos.
T.- Yo recuerdo a Paco mi primo que lanzaba la bola muy alta y estaba en la partida de Saturno Gutiérrez González y Manuel González Berbes. Los hijos de Manoloo “Carriles” también fueron buenos jugadores. Paco, Esteban, Tanasio.
R.- Había muchos, sí. Gregorio Cerezo el “Tejero” también.
T.- Los hijos de Juaco el de Vallanu, todos ellos jugaron bien: Marcelino, Manuel, Ramón, José, Pedro, Nando, Quini que al quedar clasificado tuvo que ir a jugar a Sevilla y Marcial. Por supuesto que es de destacar Nando que aparte de jugar, levantó en el pueblo la bolera de La Peña en un momento en que se abandonó un poco el tema de los bolos. Los hijos siguieron sus pasos, no es de extrañar.
R.- Aquí en la Pereda jugaban bien Fernando Fernández Gutiérrez y los dos hijos de Andrés, Ramón y Tomás, “Majo” que solían hacerlo con las partidas de Parres y de Purón.
T.- Se llamaban la partida de “Las castañares”, cuando los vi jugar una vez en la Portilla. R.- Mi tío Enrique también jugaba muy bien. Y los tres hijos de don Bonifacio Mochales, el maestro, fueron muy buenos jugadores que aprendieron en esta misma bolera, pero José Mochales fue de lo mejor que hubo en Asturias, llegando a ser varias veces campeón de primera. Benito y Miguel, jugaban muy bien sobre todo a la mano.
Antes, todo el mundo jugaba y de hecho sus hijos también seguían y tenían mano para la bola, Ramón, Taro y Manolo no lo hacían tampoco nada mal, pero no se dedicaron a juagar. Hubo un decaimiento de los bolos, se abandonaron las boleras porque empezaron a llegar otras distracciones a los pueblos.
R.- Yo recuerdo que se jugaban partidas a “dos chicos” y había cola para poder entrar a jugar.
T.- Llegabas a la bolera y decías, “voy a echar arriba a los gananciosos”. Lanzabas la moneda al aire y elegías entre los que salían de perder la partida anterior para formar otra.
¿Antes había tanto silencio en las boleras?
R.- No; eso es desde que se profesionalizaron los bolos, se juega dinero en las partidas de ahora y los jugadores exigen silencio como en los partidos de tenis. A veces estás en un sitio con cierta tensión nerviosa por el campeonato que se juega. Recuerdo un verano, que hubo un concurso en Parres, y se jugaba la final en la bolera del bar “La Peña” de Nando. Acudimos algo así como ochenta tiradores durante quince días para clasificarnos sólo ocho para la final del domingo. Ese día, la bolera estaba a rebosar de público de todas las edades procedentes de los distintos países de emigración. Como era de Parres y bastante conocido, no paraban de animarme, logrando casi el efecto contrario en mí, pero no era cosa de decirles nada.
Hay personas mayores que desconocen las nuevas normas de la bolera y te dicen cosas para orientarte y te dan ánimos. Viven así la partida desde sus asientos y no es cosa de llamarles la atención, pero hay jugadores que exigen al árbitro que les pida silencio o que dejen de moverse en las gradas a cualquiera que lo haga invitándolos, si reinciden, a abandonar la bolera.
En una ocasión, después de llevar veinte años en Suiza, regresé y estando en el Bar “El Chispún” me dijeron que había un concurso en la bolera de “La Xunca” que acababa de ser remozada. Me animaron tanto, que me presenté al tiro para la selección a la final e hice unos 106 bolos. Al día siguiente, en la final, quedé el primero con bastante bolos por encima del segundo. Fue entonces cuando me animé y saqué la ficha para jugador de segunda. Me estrené en la bolera de Pimiango para el campeonato de segunda de Asturias que gané. Fue entonces cuando me federé en primera y llegué a ganar el campeonato de Asturias. Estuve federado en esta categoría hasta que cumplí los sesenta y cinco como nadie lo pudo hacer en la nacional. Después jugué en tercera y a los sesenta y ocho pasé a veteranos.
Ramonín Tamés aparte de buen jugador de bolos es una persona afable que está siempre abierto a contarte sus experiencias en la bolera que vive aún con intensidad.
De mi padre, Taro, no debo, por serlo, añadir ni un ápice más bueno sobre él.


sábado, 19 de marzo de 2011

JOSÉ MARTÍNEZ TORRE, "Pequeño"

Celebramos esta festividad tontamente y apenas nos damos cuenta de la cantidad de Josés que nos rodean. Estas líneas quieren ser un panegírico honesto a quienes supieron hacer de su oficio humilde el único modo de vida. Son a estas personas olvidadas en su aldea que comenzaron casi en la infancia a servir, me atrevería a decir, casi esclavos, a cambio de un plato y un techo, a quienes les dedico estas líneas.
El cable que conecta a José con el mundo de los sonidos que le rodean, le cuelga de su oreja izquierda. A pesar del invento, él no percibe el gorjeo de los pájaros que construyen los nidos entre las tejas de los aleros, ni el sonido de las esquilas del ganado que pasta en los prados bajo La Peña de Cimiano.
Las personas cuando se enteran de su edad, se asombran por los bien traídos ya noventa años que soportan sus largas y delgadas piernas. Los ojos que aún cumplen bastante bien su trabajo, escudriñan todas las cosas que hay a su alrededor, los rostros desconocidos de la gente que al pasar le saluda y el paisaje que en el alto muestra una docena de vacas pastando. Observa el trajín que se traen los vecinos y pone su criterio profesional sobre cualquier actividad que se realiza relacionado con la madera, ya sea sobre la forma de asegurar la estabilidad de una escalera que pende de un h.enal como si se trata de echar unas gomas a los tazos de las madreñas.
─ Qué haría si volviera a empezar a trabajar, ─ le pregunto. ─Tomaría de nuevo las herramientas me dice, aunque yo ya esperaba esa respuesta. El castaño, el nogal, el pino, el roble, el abedul y otros árboles, antes que ser consumidos por el fuego, le prestaron la materia que le permitió realizar sus trabajos, aún visibles en las distintas casas de su pueblo.
Claro que sí; volvería a ser carpintero— me repite a la vez que exhala un hondo suspiro.
Estoy seguro que le viene a la mente el placer que le produjo la obra bien hecha, el salario que le permitió sacar adelante a la familia en aquellos años tan difíciles que le tocó vivir. Y, por supuesto, recuerda la juventud pasada.
Veo cómo se ilumina su mirada cuando me cuenta las partidas de bolos en Alles con los famosos tiradores y de los que yo no había oído jamás hablar. El tiro desde los veintitrés metros con las bolas más pesadas hechas por él mismo con las que obtenía los birles más sonados.
Ahora camina encorvado, de joven corría erguido por su Besnes natal, donde queda aún la casa cuyas vigas, ventanas, puertas y corredor, fueron diseñadas y labradas por él.
“Pequeño”, que es como le llaman sus amigos y conocidos, para mí don José Martínez Torre, tiene muchas anécdotas que contar.
Tenía una bicicleta “Orbea” en la que se desplazaba a todos los pueblos donde se requería sus servicios. En ella llevaba atadas las herramientas, bien sea al portabultos, metidas en una caja o sobre el mismo manillar, o en un saco de yute o a lo largo de la barra. El recorrido desde Besnes a Panes discurre con cierta comodidad por las escasas pendientes con que se encontraba, pero no obstante también hay alguna.
En una ocasión, me cuenta su hija Milagros, caminaba en la misma dirección y con prisas, una vecina del pueblo de Llonín, por llegar a tiempo para tomar el autobús que la llevara a Torrelavega. La mujer iba, como es de esperar, arreglada con la mejor ropa que tendría reservada para ocasiones como esa. Pequeño, bajaba a Panes y, por hacerle un favor, se detiene a la altura de la mujer y la invita a subirse atrás. Ella dudó un instante no muy largo, pues comprendió que aunque sólo la llevase un par de kilómetros, le facilitaría la llegada para tomar la línea y así acortar el retraso que ya llevaba. Arremangó su larga falda y se terció de lado en el portabultos de la bici, sobre un cómodo saco de yute que allí estaba atado. Arrancaron y rodaron unos cuantos kilómetros hasta dar vista a Panes, pero en el primer repecho de la mal conservada carretera, José echó pie a tierra, inclinando la bicicleta justamente para el lado contrario a donde pendían las piernas de su vecina, echando a ésta sobre un mullido ortigal que allí por suerte había. Se disculpó cuanto pudo el pobre hombre y ayudó a la mujer a levantarse y le limpió con su pañuelo las hierbas que habían quedado pegadas sobre el abrigo. Y la invitó de nuevo a subir nada más pasaron la pequeña cuesta y no sin antes rogarle disculpas y asegurarle que a la próxima vez tendría mejor cuidado. Ella, por las prisas que llevaba y la importancia de las gestiones que debía hacer, no se hizo más de rogar, pero quiso, para más seguridad y prevenir lo pasado, montar justamente del revés, es decir de espaldas a la carretera. Siguieron la marcha y de nuevo la orografía y el peso de la señora, obligaron al ciclista a echar pie a tierra. Esta vez, pensó él, ─"debo bajarme del otro lado si no quiero volver a tirarla contra la cuneta". 
Así lo hace y esta vez inclina la bicicleta del lado izquierdo y que por no haber entendido bien lo que la mujer le decía, se repite el suceso dando esta vez con su cuerpo en un charco. La buena mujer ya no quiso subirse de nuevo y echó a correr por la bajada que hay para llegar a Siejo
Él ríe contar aquella anécdota a su hija, mientras que su mirada se le pierde en la lejanía del tiempo. En sus ojos sigue vivo el brillo, posiblemente generado por las imágenes que pueblan su ya nonagenario recuerdo.