AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

lunes, 6 de junio de 2011

SAN JUSTO Y PASTOR EN PORRÚA

Creo recordar que fue por aquel verano de 1967, en la fiesta de los santucos, que así dicen con cariño en Porrúa a Justo y Pastor, los dos niños mártires, cuando me ocurrieron los hechos que paso a narrar. En el santoral se sitúa esta festividad el seis de agosto. Por cierto que este año en que estamos caerá de sábado, con lo que no habrá necesidad de cambiarla de fecha. Aquel año, tampoco, pues cayó de domingo. Recuerdo con nitidez los diez duros que madre me había dado al salir de casa, como dijo ella, para que me acostumbrara a tener y a mirar por el dinero. Sellé el bolsillo con el pañuelo para no perderlo con cualquier movimiento brusco. No pensaba gastarlos, pues me quedaba lejos ya la etapa de chucherías y tampoco me había creado necesidades suntuosas; como mucho, alguna bebida refrescante para acompañar al bocadillo que comprábamos en cualquiera de los bares del pueblo, como tentempié hasta que finalizase la verbena. En la pandilla de chavales en que andaba, no se hacían grandes dispendios, aunque ya todos ganábamos un sueldo. Acabada la romería, en el momento en el que la mayoría de los vecinos se iba a casa a cenar, pasábamos por el bar "La Guaira" donde, por estar algo más retirado de la carretera que "El Pizá", tenía menos atasco de público. Además en él contaba con el amable trato de la dueña, Rita, que me preguntaba y mandaba recuerdos para mi abuela materna y parienta suya, Araceli. No puedo pasar por alto, contando cosas de este singular pueblo, que de él salió una gran parte de mi árbol genealógico, ahora que se lleva tanto hablar de ello, tanto debido al Sobrino como al Tamés, que son dos apellidos que aparecen en numerosas familias porruanas. Después de la espera habitual en estos casos de fiesta, a la entrada del local, por el lleno que había dentro, Gerardo sacaba los pedidos según salían de la cocina y los repartía entre los desesperados e impacientes clientes, por encima de las cabezas, a la par que recogía el dinero.
Lo primero que había hecho al llegar fue pasar a saludar a una tía abuela, Rosaurina. Había enviudado de Felipe Concha, el lechero con pata de palo que hacía años nos recogía la leche en la tienda y estanco de Fina, Lina y Manuel Junco. La encontré sentada en el poyo de entrada y, tras el saludo de conveniencia, me invitó a pasar dentro para que probara del trozo de tarta que algún vecino le había traído a casa. Me gustaba sentarme a aquella mesa de tablas blancas, por la lejía y el estropajo, que tantas conversaciones y tertulias, me imaginaba yo, debía guardar entre las rendijas y los cajones. Le debía aquel tiempo robado a la fiesta, para contestar a sus preguntas, rematadas invariablemente por una extensa relación de sus recientes achaques que habían venido a engrosar los crónicos, suponía yo entonces, fuesen por la edad, pero que echando cálculos aproximativos ahora, no soy a calc ularle bien poco más de los sesenta. La escuchaba por que se resarciera de su soledad hasta que, aprovechando un respiro en su narración, se la reconducía hacia el recuerdo de la bisabuela Gloria. Le pedía que me dejara ver las fotos que seguramente guardaba celosamente dentro de alguna caja metálica de galletas en el cajón del aparador. El olor de la cocina y del conjunto de la casa me es difícil de describir, pero aún creo poder revivirlo olfativamente como el olor de la humedad de las paredes entremezclado con el acre de los lácteos. En el pasillo estaban los viejos bidones y el medidor de la leche. Algunos vecinos llegaban a esa hora con los calderos, pues el ganado no sabe de fiestas, como se solía decir. Aquellos olores estaban allí y me reportaban el grato recuerdo de mi niñez cuando con cinco años, acompañaba a mi abuela a visitar a su madre que yacía en la cama, bien cumplidos los novena y nueve. Me izaba mi abuela a besarla y a que recibiese de aquellos labios sinuosos, el más sonoro de los besos que yo disimuladamente limpiaba con la manga del jersey. Acto seguido le entregábamos un par de pasteles que mi abuela había comprado con ese fin el martes anterior de plaza. La bisabuela me correspondió con un puñado de caramelos que tenía guardados para la tos en el cajón de la mesilla de noche, sin quitarme los ojos de encima un rato y sonriéndome mientras me mostraba las cuatro escasas piezas dentarias que le quedaban..

Reconfortado con los recuerdos y ya acabado el tema de conversación con la tía Rosaurina, me despedí de ella y salíó a acompañarme en zapatillas hasta el muro del parque donde cotilleaba y disfrutaba con otras vecinas de su edad de la fiesta, pues había terminado de recoger toda la leche de la tarde.
Comenzaban a probar sonido los músicos en el tenderete que se levanta en el centro del parque. Busqué con la mirada a los amigos subido a lo alto de la pandina. La gente llenaba por completo todos los rincones del sitio donde se hallaba instalado el puesto de sidra, la churrería y las avellaneras. Fuera del recinto, cerca de las escaleras de acceso, quedaba el carro de los helados y al lado de la fuente de bronce, se hallaba instalado un pequeño puesto. Sobre una mesa plegable del puesto de sidra se sostenían dos pinados verticales que aguantaban un travesaño horizontal, tal como si se tratase de una portería de fútbol en miniatura. Del palo superior se sujetaba un hilo en cuyo extremo colgaba una bola. En la misma vertical de este improvisado péndulo de Foucault, el feriante colocaba un pequeño cono de madera y mostraba a los romeros que por allí desfilaban, la sencilla forma de jugar. Consistía en lanzar la bola de forma que al pasar al lado del cono no lo derrivase sino en el retorno. Cuantas veces lo mostraba, tantas acertaba. Al fin alguien se animó a participar en tan inocente e infantil pasatiempo picado por la curiosidad. Aunque los aciertos no se daban ni por asomo, antes que desanimar al resto que observaba, más le incitaba a querer participar. Los pocos aciertos que hubo fueron debidos a la forma de colocar el cono sobre el círculo dibujado en el tapete y posiblemente consentía en perder algo con tal de animar a los nuevos apostantes. Cuando se hubo localizado parte del truco de colocación del michi, y temiendo perder parte el dinero ya ingresado, quiso cambiar de suerte y tercio. De una bolsa que tenía guardada bajo la mesa, sacó tres medias patatas que nos mostró a todos el hueco que había en su interior y las alineó sobre la mesa. Mostró también a la concurencia una bolita de papel que hábilmente iba ocultando y cambiando de uno a otro cascarón de patata,. Tras varios cambios hechos con suma celeridad, los dejaba de nuevo alineados para que alguien hiciese la apuesta de donde estaba oculta la bolita de papel. Al principio parecía fácil en las pruebas que hacía, pero cuando comenzaron las apuestas, los movimientos se hicieron áun más celéricos. Desde la distancia donde me encontraba percibía mejor que de tan cerca el ir y venir de la bola y me dejé atrapar por la idea de ganar un dinero extra. Qué había de malo en intentarlo, pensé, y me cegué por ese pensamiento. Me acerqué más a la mesa y deposité mi única moneda sobre la mesa, a la vez que destapaba, con la otra mano la patata que ocultaba el papelito volandero. El éxito me obnubiló por completo. Tenía ya en mi poder dos monedas de diez duros, cantidad más que suficiente para contentarme. Al ver mi éxito, el público volvió a animarse y continuaron llenándose los bolsillos del diestro trilero que empezaba a hacer el agosto a cuenta de los incautos parroquianos. Pero como dicen, la avaricia acaba rompiendo el saco. Y no sólo por avaricia sino por falta de humildad, llegué a creer que tendría más hablidiad visual que el resto de los allí presentes. Nada más aflojaron las apuestas y me dieron ocasión de intentarlo otra vez, eché sobre el tapete la moneda ganada con anterioridad que aún no había tenido tiempo de calentar en mi mano. Me disponía, como en la vez anterior, a levantar la patata central, donde había visto que había ido a parar la china de papel, cuando el habilidoso embaucador me lo impidió teniendo mi brazo por la muñeca, a la vez que desvió mi atención a otro apostante que trataba adelantárseme. Todo un truco psicológico de distracción bien traído y posiblemente ayudado por alguien que hacía de cebo, según sé ahora. Pero en aquel momento, tragué el anzuelo con todo y sedal que aquel perdulario embaucador me echó al verme cegado por la avaricia. Inocentemente pensaba que se trataba de un juego donde se enfrentaba la habilidad de mis ojos a la velocidad de sus manos. Los pocos segundos que tardó el cuello en girar a un lado y volver al frente, fueron más que suficientes para cambiar la bola de cobijo. Tampoco reparé en los avisos que me dio mi amigo, según me contó después, para que no levantase la del medio sino la de la izquierda. No era a razonar mi fallo. El juego siquió y nadie se ocupaba ya de mí fracaso. Sentí, sin embargo que la sangre desaperecía de mi cabeza y se me iba a los pies. Las caras se tornaron borrosas y los brazos que se apoyaban en los hombros de mis amigos Ramón y Pancho que estaban a mi lado, fueron perdiendo fuerza hasta deslizarme lánguido al suelo. Fueron quizás unos segundos, los que tardaron en llevarme al pie de la fuente donde recobré el sentido con la fresca agua arroyando por la camisa adentro. Oí que alguien avisaba de que se acercaban los civiles por la entrada sur del parque, atraídos por el barullo que se debió montar entorno mío o porque alguien les avisó. El tipo aquel del puesto, viéndolos venir, recogió rápidamente los artilugios y la bolsa yendo a perderse entre el público hacia la salida opuesta. Acabaron de reanimarme las palabras de mi amigo Tolino que me explicó cómo me había metido la moneda perdida en el bolsillo derecho de mi chaquetilla de lino. Ahora cavilo si lo haría por el miedo a ser pillado o porque se sintiese reconcomido por el daño que me había hecho con el engaño. Aunque aquel episodio me debió servir para no caer jamás en el juego, se cobró la alegría y el disfrute de un día de fiesta que se me auguraba tan feliz al salir de casa con mis cincuenta pesetas.
La música y los cohetes al comienzo de la verbena me acompañaron en el recorrido por los caminos de la ería, iluminado siempre por la luna, pasé el cuetu de la Collada y vi las primeras luces mortecinas de las casas en los barrios de Tresierra y la Caleyona.