1ª
PARTE
Hacia
el siglo V los habitantes de la Bretaña francesa se resistieron a la
denominación romana y a sus impuestos, que cada día gravaban más
sobre la deficiente economía de la gente del mar.
Después
de cruentas luchas, y que pudieron deshacerse del yugo romano,
mejoraron sus técnicas navales y se adentraron en el Atlántico
llegando frecuentemente a las costas cantábricas a guarecerse de las
tormentas que les sorprendían y también impulsados por un afán de
aventura: Así llegaron a conocer radas protegidas de los vientos
como las que forman la desembocadura del río Novales, llamada con
motivo, El Puerto desde tiempo inmemorial que aún persiste en la
toponimia de la zona. Más al Este de esta desembocadura, en términos
ya de Pendueles, existe una playa de arena fina conocida por muy
pocos como Playa de Bretones. No cabe pensar más que cuando estos
nombres perduran a través del tiempo en la toponimia es porque
fueron tan importantes por lo que en ella ocurrió a favor o en perjuicio de
los pobladores de aquella época. No existe ningún cartel que haga
referencia a este hermoso rincón con ese nombre. Por el contrario se
da la curiosidad de aparecer como el nombre del camping allí
ubicado, La Paz, nombre que tomó de la festividad que se celebra en
la vecina aldea de Vidiago, por ser su dueño vecino de ella. No
obstante y a pesar de todo, pertenece a los realengos sitios de
Pendueles la citada playa de Bretones. Da igual para el caso de este
relato que voy a contar que pertenezca a uno u otro sitio.
Llegaron
en un día de verano. El barco avistó la playa sobre las tres horas
del mediodía. El cielo se cubría paulatinamente de negros
nubarrones que predicaban agua y eran empujados por el viento de
Poniente. Las olas aumentaban de tamaño, pero la fornida embarcación
hecha para afrontar las temibles embestidas del Océano Tenebroso,
enfocó su mascaron de proa a la rada que se adivinaba.
Desembarcarían para pasar la tormenta y de paso se proveerían de
nuevos víveres para continuar la singladura. Darían una batida por
los alrededores, y era posible que encontrasen pobladores en aquellas
plácidas costas con los que poder intercambiar.
Echaron
al mar las gruesas cuerdas que ataron diestramente en un momento a
las rocas que ofrecían alguna oquedad hasta que la nao quedó
sujeta de todos los vientos de un cuerda para evitar que el oleaje la
azotase contra las hirientes agujas del acantilado. La playa estaba
repleta de arena por lo que la quilla del barco no sufriría y se
podría ir avanzando al paso de la marea hasta dejarla varada. Diez
marinos se quedaron encargados de esa tarea mientras el resto de la
tripulación subió por las rocas hasta las praderas y los bosques
que bordeaban la costa. Otros diez se quedaron arriba de vigías
mientras otra docena de marinos se adentraron con sus arcos, lanzas y
espadas en la espesura del bosque. Los cantos rodados traídos por el
pequeño río eran apilados por las mareas y los hacían sonar cuando
la marea subía y bajaba de forma ensordecedora con su canto
monótono. Esa música de siglos, milenios era ajena al hombre, a la
historia misma de la Humanidad.
Uno
de aquellos marineros, en este viaje capitán del navío atracado en la
playa, era nieto de otro que en un periplo inverso había
alcanzado las costas bretonas. Allí había decidido echar raíces y creó
su familia; ahora su nieto rehacía el viaje siguiendo las
indicaciones de un viejo mapa que su abuelo le había entregado con
múltiples signos precisos para no perderse siguiendo siempre las
estrellas. Entre esas señales se encontraba la Gran Peña del atún,
o Peña Atunera, hito marino que señalaba el lugar de los pastos y
de las frutas donde debían recalar para tomar los víveres y seguir
la ruta a Poniente por donde se podría bordear la costa hasta los
confines de la Tierra. Viejas historias hablaban de barcos que habían
llegado en esa ruta desde las ricas tierras de los Tartesos, donde el
oro y la plata abundaban.
El
grupo que había sujetado concienzudamente la barca al acantilado,
ahora se ocupaba de levantar en la misma arena, tres enormes tiendas
de pieles engrasadas, sujetas al suelo por correas de cuero al centro
de la misma donde se erigían sendos mástiles que bajaron de la
embarcación. Pronto en el centro de las tiendas surgió una pequeña
humareda hecha de troncos secos encontrados que las mareas iban
dejando. Sobre tres rocas alrededor de las llamas colocaron otra
piedra arenisca renegrida fue colocada a modo de llar.
Una
vez levantado el sencillo campamento subieron por un sendero hasta
donde se encontraban y vigías y continuaron el camino a Levante
para otear la costa desde lo más alto del terreno. Desde allí
vieron entonces la playa de blancas arenas. Tuvieron que esconderse
entre los árboles ya que en la playa había un grupo de muchachos y
muchachas jugueteando por la arena, bajo la atenta mirada de sus
madres. Otros mayores se metían al agua y nadando como peces,
buceaban y a sus cinturas llevaban atadas sendas bolsas en las que
iban metiendo las capturas que hacían en cada inmersión para
llevarlas a la arena cada vez que las llenaban.
Un
trueno cercano dio fin a la actividad en la arena y en el agua. Unos y otros coordinados perfectamente por el
estruendo del trueno, recogieron sus cosas y se alejaron por la misma
playa hasta perderse en el pedrero del Este por el que debieron
continuar hasta el poblado. Desde lo alto donde podían divisar las
primeras chozas del poblado, pudieron darse cuenta cuando alguien
miró al mar, de la presencia del barco en El Puerto. Llevaban unas
velas triangulares en un solo mástil y su casco estaba pintado de
vivos colores. Echaron a correr hasta la aldea, porque debían avisar
a su jefe de la presencia del barco para que en asamblea de
emergencia se decidiese la postura a tomar ante el presente
acontecimiento nada usual.
Un
nuevo trueno retumbó en las cercanas colinas de caliza. Los marinos
que habían visto a los nativos en la playa, bajaron una vez que
hubieron desaparecido aquéllos y se dedicaron a pequeñas capturas
por las hendiduras de las rocas y en las balsas de agua remanente
donde quedaban prisioneros sabrosos pececillos y otros seres marinos.
Un tercer trueno, esta vez más fuerte fue seguido del rayo
zigzagueante. Entonces, los marinos se pusieron de rodillas y
aclamaron en un saludo sincronizado al dios de trueno. Thor no los
había abandonado en su viaje, les seguía para darles ánimo.
Mientras estuviesen en sus territorios, los marinos se consideraban
seguros puesto que Él les devolvería al lugar de donde venían,
donde su gente les esperaba. Al poco rato regresaron el resto de la
tripulación que se había adentrado en la fronda. A hombros sobre
dos varales traían muerto un jabalí. Con esa captura tenían
asegurada una buena provisión para la continuación del viaje.
Además era señal de que habría abundancia. Al día siguiente
darían una nueva batida hasta rellenar las despensas del barco.
También contaban con seguir los pasos de los nativos y quizás
entablar negociación con ellos o quizás batalla. Eso quedaba en manos de Thor quien les guiase a través de los augurios.
2ª
PARTE
Los
jóvenes que regresaban de darse el baño tras un día de trabajo
sofocante, lo hacían visiblemente preocupados por lo visto en la
playa. En rostros curtidos por el aire salobre de la costa, se notaba
un rictus de tensa preocupación.
En
la bolera del pueblo, que a parte de ser un lugar de juego y
diversión servía para reunirse sobre los muros de piedra que la
cerraban, los vecinos del pueblo en los consejos, al pie de las
sombras de los tilos. El jefe de aldea estaba reunido con una centena
de vecinos formando un gran corro cuyo centro ocupan los niños
sentados sobre las arenas de la bolera. Ese día precisamente estaban
reunidos comentando los problemas que tenían con los pastos que
compartían con las aldeas cercanas. Cesaron sus conversaciones
cuando alguien avisó de la entrada de los jóvenes por una de las
paredillas de la bolera, desde la que narraron lo visto por ellos en la playa. Un murmullo de voces lastimeras se levantó
bajo la copa del gran tilo. Entonces el jefe hasta entonces sentado
como todos en uno de los muros de piedra que formaban las gradas de
la bolera descendió hasta el centro con su bastón de mando. Todos
callaron y en la bolera se hizo el mayor de los silencios que ni los
mismos niños quisieron romper.
-Como
primera medida urgente debemos ir a nuestras casas respectivas y
coger los enseres más prioritarios en el zurrón personal de cada
uno y dirigirse a las cuevas, pues es en ellas donde mejor seguridad
podemos tener, como siempre se hizo desde los tiempos de nuestros
antepasados. Nos refugiaremos en sus galerías. Nosotros las
conocemos bien. Por eso desde niños las visitábamos en nuestros
juegos y los mayores nos enseñaron a pasarlas sin antorcha.
Instalaremos puntos de vigía en las cercanías del poblado y por
medio de las señales convenidas, las mismas que usamos mientras
pastoreamos, nos comunicaremos con mucha precaución. Ya sabéis, los
cantos del cuco, del picanoriu, si es de madrugada, los del graju,
cuervu o pega si es de día y de noche los del búho y lechuza. Los
animales domésticos serán metidos en los bosques de abedules, bajo
la falda de la sierra. Recoged de casa vuestras espadas, arcos,
lanzas, hondas y cascos porque tenemos que estar preparados para una
lucha si es preciso por la defensa de nuestras casas o nuestras
gentes. Recordad que somos un pueblo amable y servicial si quien nos
visita necesita de nuestra ayuda, pero somos un pueblo unido y
valiente si vienen en plan de vasallaje. Yo daré la orden por la
forma convenida al vigía central para que lo comunique al resto de
vigías y por estos a los que dejéis al pie de cueva de vigía.
Sincronizaremos nuestra fuerza y estaremos unidos en todo momento.
Esa es nuestra forma de supervivencia. La que siempre sirvió y por
la que hace tantos años estamos unidos en este valle y por la que
seguiremos unidos.
Nada
más hubo hablado el jefe, todos los presentes en continuo silencio
desfilaron con premura en varias direcciones por los caminos radiales
hasta las distintas barriadas para recoger los enseres de sus casas,
mientras que otros iban al campo a recoger los ganados que pastaban y
llevarlos hasta el pie de la sierra y esconderlos en los pastos del
espeso bosque.
Aquella
noche, de las casas no se vio salir un hilo de humo de sus hogares.
Tampoco se escucharon las esquilas del ganado que fue tapado con
hierba para evitar el sonido delante de su situación. La aldea
parecía despoblada, fantasmal. Tan solo el aullido de los perros
pastores, que se entremezclaban con los ladridos del zorro o los
aullidos del lobo, su ancestro más cercano. Los cantos del búho esa
noche comenzaron desde la tarde hasta bien entrada la madrugada que
callaron para dejar paso a los ladridos de los cánidos que poblaron
el valle como si de sus exclusivos moradores se tratase.
La
gente, pudo descansar en las cuevas. Por sus mentes desfilaron en las
penumbras de las oquedades de la tierra viejas memorias de tiempos
atrás contados en el hogar del invierno por los abuelos. Por la
memoria de los más ancianos pasaron las narraciones recibidas en las
que contaban cómo del pueblo habían salido unos intrépidos
navegantes a bordo de una pequeña embarcación que se dirigió a
Levante, bordeando la costa para refugiarse en ella en caso de
tormenta. También se conocía por las mismas narraciones que uno de
los que habían marchado de jóvenes volvió al pueblo de más viejo
para cumplir su nostalgia al lado de los suyos que lo recordaban.
Supieron por él que habían llegado muy lejos, bordeando la costa de
un extenso territorio donde el sol al amanecer cambiaba de lugar. Eso
era debido al cambio de dirección del barco y se sabía por la
experiencia marinera que ese lugar del que se hablaba quedaba muy al
norte. Después de sufrir prisión varios años fueron puestos en
libertad y los dejaron integrarse gracias a los conocimientos marinos
que demostraron tener. Hicieron su propia colonia y, tras tomar por
esposas a mujeres bretonas fueron considerados con el mismo rango que
las familias de ellas disfrutaban Al cabo apenas de unas dos décadas,
ocupaban cargos importantes en la asamblea de la aldea bretona. Eso
fue lo contado por aquél que regresó en solitario y era todo lo que
sabían de la aventura marina.
Es
fácil ahora comprender cómo serían recibidos aquellos visitantes
que llevaban en su barco las señales de su tierra, tanto en el
mascarón de proa de la embarcación como en sus velas.
La
mañana se despertó con cielo despejado, ya que la tormenta descargó
en el mar y apenas vertió sus aguas sobre el campo y el poblado. El
pequeño riachuelo que atravesaba el pueblo formaba una laguna en el
mismo donde unos patos madrugadores se sumergían para capturar
algunos pececillos. De la cueva principal, la Gran Cueva, que había
frente a la laguna comenzaron a salir con precaución sus moradores.
Primero lo hicieron los mayores, hombres y mujeres. El resto, los más
ancianos y por supuesto los niños, permanecerían algunas horas más
en el interior hasta recibir el permiso de salir una vez comprobado
el riesgo existente. Se dirigieron a la bolera donde ya el jefe y sus
más fornidos guerreros esperaban. Todos pertrechados ahora de las
más variadas armas de madera y metal que les confería un alto grado
de fiereza en sus indumentarias de cuero. El jefe aparte de haber
sido un fornido guerrero, era sin duda la persona más ideal de
mando, bien ganada su fama de honestidad y seguridad a la hora de
tomar decisiones de mando que todos tácitamente respetaban. No había
sido elegido en ninguna votación, pero en el caso de que no
respondiese a la idea que de él se tenía, en votación general de
la asamblea hubiese sido no sólo depuesto de su cargo tácito, sino,
en su caso, expulsado de la misma aldea y obligado a abandonarla con
su familia si le seguían o solo. Además cumplía con otra exigencia
tácita que era la memoria de las cosas más alejadas en el tiempo.
Aquella noche pasada en vela, había fraguado la táctica a seguir en
caso de presentar hostilidad los llegados. Era, además, un hombre
sereno, reflexivo y eso evitaría llevara a su pueblo a una
destrucción total.
Pero
no era un hombre solitario. A su lado vivía desde su juventud la
mujer con la que había creado su familia y ella también participaba
en sus cavilaciones y con ella meditaba en alto sus estrategias y en
muchas más ocasiones de las pensadas. Le había ayudado a ver claras
muchas cosas relacionadas con el gobierno de la aldea. Detrás de un
gran hombre siempre se vería, en la sombra de sus quehaceres de cría
de la prole una gran ayuda en cuestiones tanto de consejo como de
defensa en caso de ser necesario. Las mujeres no se quedaban atrás
en ningún menester. Pero eso tardaría siglos aún en ser
reconocido y permitirlas participar directamente en el gobierno de
sus aldeas como territorios tribales más amplios que llegarían a
formarse. Aquellas rudas gentes, no obstante, habían dado este paso
hasta límites increíbles en la libertad y la democracia que ya los
antiguos griegos y romanos habían visto como buenas para todos. Y
cuando se escribiesen los relatos de estos tiempos, se habría que
ver con asombro cómo determinados momentos de avance se habían
visto por los suelos por el capricho de algún dirigente y la ceguera
del pueblo que les habría de refrendar en su puesto de mando, porque
ya no se exigía bondad y serenidad a los dirigentes como condiciones
tácitas de la figura del jefe.
Armados
como podían de viejas espadas, lanzas con puntas de hierro, hondas
de cuero o esparto, piedras, horcas de madera o simples bastones
labrados de madera resistente de espino o tojo comenzaron a caminar
en grupos por las empinadas sendas que se dirigían desde la bolera
hasta la atalaya marina. Habían dejado atrás los bosques de robles,
encinas y abedules para llegar a los plantíos de las parras donde se
maduraban ya los sabrosos racimos de negras uvas que pronto pisarían
para extraer el delicioso zumo. Era una vieja herencia de los romanos
que habían dejado en su corta estancia en aquellos lugares donde
apenas pudieron quedarse por la bravura precisamente de las gentes
que no aceptaban sus formas de vida y sus costumbres, pero
ciertamente había que reconocer que algunas de aquéllas sí que
quedaron, entre otras la fabricación del vino de uva o el prensado
de la aceituna para obtener el áureo líquido que dio sabor a sus
platos de carne y pescado y el tan apreciado pan de trigo blanco y
que poco a poco habría de sustituir al mijo o al centeno en las
mesas de sus hogares.
En
último caso podría volver a esconderse entre la fronda cercana. De
repente, sin darse cuenta se vieron ante una veintena de aquellos
visitantes marinos. Se detuvieron a unos doscientos metros ambos
grupos. El portaestandarte hundió el mástil de la enseña en el
blando suelo. Aquel pendón lo conservaban desde tiempos ya lejanos
que lo habían capturado en una guerrilla a los romanos con algún
otro material de guerra como espadas y escudos o cascos que algunos
portaban. Acostumbraban a clavar las espadas y las lanzas en el viejo
tejo que guardaba las tumbas de la necrópolis antes de partir, que
estaba entre muros cerca de la bolera de asambleas y juegos. Su
veneno penetraría por la herida; bastaría un simple rasguño para
acabar con su oponente. Por algo el tejo era considerado el árbol de
la muerte. El mástil del estandarte y los varales de las lanzas eran
en cambio, de fresno endurecido a fuego. El fresno era el antagonista
del tejo, y el mismo rayo respetaba y de él se hacían los camastros
y las cunas de los pequeños que colgaban del techo bajo de la casa
para prevenir el ataque de alimañas y roedores cuando quedaban
dormidos mientras las labores de sus padres fuera de la cabaña. Con
sus maderas también se hacían los recipientes para el grano y la
leche, el aceite y el agua.
Hubo
un instante en que los visitantes se mostraron en toda su dimensión
de guerreros, al verse ante aquel hostil y desordenado grupo de
oriundos armados con las más inesperadas armas, desde viejas espadas
y lanzas de antiguas glorias hasta herramientas de trabajo agrícola.
Comprendieron que no eran bien recibidos. El capitán que los mandaba
rogó calma y serenidad. Primero anduvo al frente varios pasos,
corrió ladera arriba hasta situarse de forma que pudiese ser visto
por ambos grupos y, con fuerza, clavó su espada en el suelo en señal
de paz. Había reconocido el estandarte que portaba el pueblo. Era
tal como le había descrito su abuelo. Todo encajaba. El Peñatu que
se veía desde la mar, la pequeña rada, la playa y ahora el
estandarte. Recordaba alguna de las palabras que su abuelo le había
enseñado decir.
-Hola.
Paz. Hermanos.
Esas
tres palabras fueron suficientes para que en el grupo del pueblo
comenzase a oírse rumor de extrañeza. No eran gentes guerreras,
sólo sabían defender su terruño por el que estaban dispuestos a
perder hasta la vida con tal de preservar para su descendencia el
dominio del lugar. Cultivaban sus campos, explotaban sus bosques, sus
ríos y hasta la mar les pertenecía para su supervivencia como grupo
humano. Aquel capitán que les hablaba y que había enterrado su
espada debía estar relacionado con las historias que también habían
escuchado de padres a hijos. No cabía duda de que era hijo, nieto o
bisnieto de aquel aguerrido marino que había ido y vuelto hasta la
lejana e ignota Bretaña.
El
jefe del pueblo también enterró su espada y se encaminó hacia el
capitán de los marinos. Cuando estuvieron cara a cara extendieron
sus brazos y los entrelazaron en signo de paz y fraternidad. los dos
grupos también avanzaron hasta imitar entre sus componentes el gesto
del capitán y del jefe.
Ya
en la aldea, se hicieron festejos, y una gran cena en la bolera al
calor de las hogueras donde se asaron varios corderos y dieron a
probar a los invitados de la bebida obtenida de la manzana,
fermentada con toda su espuma que hizo que la alegría durase hasta
la madrugada entre cánticos y bailes al son de panderos y flautas."
Aún
hoy en día, cuando llegan los calores del verano, acuden en sus
vehículos de motor, arrastrando sus casas para plantarlas cerca del
acantilado y aprovechar la tranquilidad de la playa para bañarse y
tomar el sol.
Esta
leyenda la fragüé con el recuerdo de unas historias que mi profesor
de Física en el Instituto de Llanes, D. Andrés Álvarez Posada,
hermano de José Mª (Celso Amieva, el poeta llanisco) nos contó de
esta forma, si no recuerdo mal:
"...es en esta playa de Bretones, perteneciente a Pendueles, donde
pude encontrar en mis caminatas, la piedra sílex porque los que
dieron nombre a este sitio la traían de lastre en sus barcos cuando
venían a comerciar con los nativos y cargar las reses."
Nota:
Años
después, de esto hará unos treinta, visitaba la caseta que en la Feria Internacional de Muestras de Gijón, representaba a La Bretaña francesa. Hablé con sus
representantes y les comenté el nombre de la citada playa. Ellos me mostraron fotografías de lugares de la
costa y me comentaron que existían términos, costumbres y leyendas
de navegantes llegados del Cantábrico español, así como la existencia de nombres de lugares y patronímicos de toda la costa cantábrica. De hecho la existencia de una
sidra parecida, de los crêpes tan parecidos a nuestros frisuelos y
de palabras como "dalle" para describir en el dialecto "patois" a la guadaña. Nombre que aún se usa entre las gentes de algunos pueblos de Asturias, lo que pudiera ser suficiente
para rubricar como un fondo verídico sobre el que asentar esta leyenda.
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