Mi padre lo recuerda, por causa de su impedimento físico, asomado a la galería de la nueva casa, desde la que seguía, como desde una atalaya el ir y venir de los vecinos en sus tareas ganaderas y en los juegos de los chiquillos, desde la Casona a la Vega los Romeros o al barrio de la Concha y por el alto de Pedrujerrín. Me cuenta cómo en una ocasión avisó a su madre, mi abuela, de la escapada a hurtadillas que hacía mi tío Jesús, el primero de los diez hermanos, para salir por la ventana que daba al huerto e irse al encuentro de la chavalería que campaba en la bolera de la escuela.
Primero nació un niño al que, indefectiblemente le dieron el nombre del padre. Pasados dos o tres años, sería Dolores, la hija que llegó para alegrar el hogar de la nueva casa y, siete desde el nacimiento del primogénito, vería la luz el tercero de los hermanos, Joaquín, nombre tomado de un tío materno, pues Dª Benigna era hermana de Salvador, que vivió y formó familia en Parres y de Joaquín que hizo lo propio en el pueblo de la Galguera. Por su parte, D. Ramón era hermano de Antonio de la Covaya y de Generosa, madre de Vicentina que vivió en otra casa enfrente del Chispún hasta su emigración a Venezuela con sus hijos: Manolín y Chuchi, Elenita, Chenti, Maria Gen y Mina.
Anteriormente, y hasta que quedó rehabilitada la casa heredada de los bienes raíces de Benigna de la Vega, vivieron unos años en otra casa colindante y heredada de los bienes raíces de Ramón Sobrino. Años después, esta casa fue el hogar y establecimiento, público de tienda y bar donde nació y creció la familia de Isabel Cabrera y José González, hoy cerrada ya desde el fallecimiento de sus últimos arrendatarios y que conserva aún clavado, sobre la viga soporte de la galería el cartel “El Chispún” y que tan gratos recuerdos nos trae tanto de la familia que lo regentó como de los servicios que prestó el establecimiento, pues en sus anaqueles y pontones se exponían a la venta todo orden de cosas necesarias para entonces.
Mis abuelos paternos, con los diez hijos ya nacidos en Pedrujerrín, acababan de instalarse en el barrio de la Casona, enfrente mismo de la casa de la familia Sobrino de la Vega, al otro lado de la carretera. D. Ramón, en una ocasión en que Juaquinín había estaba enfermo, pidió a mi padre que se llegase hasta Soberrón, para que llevara noticia a Joaquín, tío del niño, de cómo había pasado la noche bien y sin fiebre. D. Ramón que debió calcular mal el tiempo echado por mi padre en hacer el recado, al regreso de éste, le dijo en broma que ni tan siquiera le había dado tiempo a llegar a la Calzada, camino de salida del pueblo hacia la Palaciana. Era, además de hombre de buen humor, espléndido con todo el mundo y le dio nada menos que cinco pesetas a mi padre por hacer el recado. Como testimonio de su generosidad, sepamos que Mariano, apodado el Rápido, trabajaba de peón, matando la cal cuando la construcción de la casa y cobraba tan sólo cuatro pesetas de jornal.
En otra ocasión, me cuenta mi padre, con catorce años y merecida fama de buen andador, la tía Benina le encomendó que bajase corriendo hasta la Fábrica de hielo que había en Cagalín a por una barra de hielo con que atajar la extrema fiebre que sufría el niño pequeño. D. Manuel Vega Escandón había sido llamado con urgencia para atenderle. Ni la premura de mi padre acarreando sobre sus espaldas el saco de yute con el frío lingote ni las atenciones del doctor sirvieron para evitar un triste desenlace. Huelgo explicar el fuerte golpe soportado por la familia ni el que con seguridad sintió el resto del vecindario, por el aprecio con que de todos contaban. Por haberlo vivido esta situación personalmente de niño, imagino la pena que hayan pasado los dos hermanos, tan de corta edad en la inexplicable ausencia de su hermano. Corría el mes de marzo de 1933.
Mi madre, con siete años y que a la sazón sufría de una afección respiratoria que otro médico había diagnosticado como afección pulmonar, bastante corriente para la época en muchas familias, fue atendida ese mismo día. Mi abuela, al saber que se encontraba en el pueblo el afamado doctor, acudió a pedirle que pasara por casa para ver a la niña y así fue y tras observarla, dictaminó que la dificultad respiratoria provenía de una infestación parasitaria, también bastante corriente entre los niños que no disponían de la higiene ni los medios actuales y como remedio le recetó que tomase un vaso de leche hervida con ajos diariamente hasta que desaparecieran, lo que la hizo mejorar y al fin sanar.
El primogénito de D. Ramón y Benigna cumpliría ese mismo año los siete y por tanto acudiría a la escuela donde daba clase el maestro D. José Mª Fernández. Mi padre había cumplido ya los catorce, pero en septiembre siguió acudiendo por la escuela y ayudaba al maestro en las tareas de lectura y cálculo con los alumnos más pequeños. Fue así como tuteló, digamos, por encargo de D. Ramón la entrada de Monchu en la escuela. Lo recuerda un buen crío sin malicia alguna, como se debe a la edad y al talante de sus progenitores que así lo estaban educando. De aquella y por suerte ya no se da hoy en día, la entrada en la escuela resultaba la primera de las gestas para todo niño, algo parecido casi sin exageración a la entrada en el servicio militar.
A veces, las tragedias se encadenan. Corría el año 1937, cuando las tropas rebeldes habían tomado Llanes ya por el mes de septiembre y el ejército republicano iba perdiendo los asentamientos ante el ataque de los biplanos italianos que llevaban como orden tirar a todo lo que se moviese. Desde el barrio del Cuetu, una batería de antiaéreos vigilaba el cielo. Los vecinos en previsión habían recurrido al refugio de las cuevas. Loli, la hermana de Monchu, había ido a pedir a su tío Salvador que viniese a por su padre para llevarlo a la cueva, que permanecía en la galería de la casa, impedido como estaba. No sería mucho suponer que desde su acristalado recinto viese como en una película de terror, la llegada de la aviación o al menos sintiese el tronar de las granadas de mano que los pilotos lanzaban a su paso por el pueblo. En ese momento, otra vecina, Lola de Ribad, la calmó del temor que tenía al ruido de los motores y de las granadas, diciéndole que a ellas no les dispararían. Otro niño, Manuel Sobrino Gutiérrez, que ocupaba el mismo lugar del cruento escenario, se salvó por el instinto básico que le hizo correr a ocultarse en la huerta de Ramón Bustillo que se cierra a la carretera de sólido muro. Veinte metros más adelante, en el portal de la escuela, otra granada arrasó la vida de un soldado. Finalizada la guerra quedó el dolor y el hambre atenazando el semblante y la despensa de todo el mundo.
Pepa la de Meré, viuda y con un montón de bocas que llenar: Faela, Ramón, Benita, Fidel, Pedro, Nati, José, y Jaime hijo de Benita eran también vecinos de la buena de Benina. Joselillo y su sobrino Jaime que eran prácticamente de la misma edad, veníanse a diario delante de la ventana de la cocina de doña Benina a cantarle con su lengua de trapo “Los campanilleros por la madrugá” y una vez terminada la copla, Jaime decía:
─ Benina, ¿nos da pan?─ y así, la pobre mujer les mataba a medias el hambre con un chusco que ya les tenía guardado. Cuando mi abuela dio a luz por undécima vez, después de haberse cambiado a la Casona, doña Benigna le llevaba a casa el puchero ya cocinado. Cuando mi abuelo compró el primer carro lo guardó en el penduz que aún está al lado de la casa de la tía Benina y al descargar el verde, mi padre y tíos tenían por costumbre dejarle un brazado de hierba fresca con que pudiera la buena mujer cebar sus gallinas lo cual era suficiente motivo para agradecimiento también de D. Ramón.
Monchu, huérfano ya de padre al acabar la escolaridad en Parres, se marchó para Llanes con su madre a vivir en un piso de la Plazuela de San Roque. Tras el bachiller, ingresó en la Facultad de Medicina de Valladolid llevando consigo a su madre y una vez acabada la carrera regresaron a Llanes donde formó familia con su esposa Tere y sus seis hijos, no dejando de atender nunca a su madre hasta su fallecimiento. En la calle El Llegar puso su primera consulta médica e instaló el primer equipo de Rayos X de la villa el doctor D. Ramón Sobrino de la Vega con la especialidad de Pulmón y Corazón. Mi madre estaba enferma y no le daban con el mal hasta que el médico del seguro, el Dr. Espina la reenvió a la consulta del doctor Sobrino quien le diagnosticó una pleuresía y la trató desde entonces hasta su recuperación.
D. Ramón, hijo, atendió con afecto a todo el mundo sin importarle la hora en la que se le fuese a llamar. Era y es, aparte de buen médico, muy buena persona como las dos personas que le enseñaron a serlo desde crío y recibe constantes muestras de afecto de quienes le conocen y le trataron. Modestamente, me creo agasajado por su aprecio también y desde estas líneas, ya metido en costumbre de contar en público todo lo que entra en el campo de mi propia experiencia, de la misma forma, le dedicó el mayor de los afectos propios y de quienes no pueden ya hacerlo.
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