AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

miércoles, 11 de diciembre de 2024

CARTAS DESDE EL EXILIO

 

CARTAS DESDE EL EXILIO

1ª Parte


Desde el exilio involuntario, el fin de semana, leo El Oriente de Asturias que me trae aires de mi tierra querida. En sus páginas encontré tus escritos que me van llenando de recuerdos infantiles de aquellos años tan felices que viví en el pueblo que me vio nacer. Por semana abro tu blog ‘Renglones Perdidos’ para encontrarme con todas las historias que acabo haciendo mías o el de  ‘La Tierra’l jelechu’ donde fisgoneo las fotos en las que posa mi gente. Así, tratando de encontrar parecidos e hilvanar mis propios recuerdos, me veo caminando por aquellos sitios que no se desvanecen.  

“De pequeña me encantaba estar en el monte con mi abuelo. Para comer nos guisaba patatas chalonas y, de postre, nos daba del queso curado que él mismo hacía de la leche de las ovejas. En un peyu de agua fresca que había cerca de la cabaña, con un enorme peine más grande que mi cabeza de niña, padre que así le llamábamos mi hermana y yo nos peinaba y nos cortaba el flequillo con la tijera de trasquilar las ovejas. 

Para dormir había dos catres, uno para las mujeres y otro para los hombres. Los colchones estaban hechos de la porreta del maíz y cada vez que alguien se daba vuelta por la noche, despertaba a los demás.

 Para el desayuno, hacía padre el mascazón, con restos troceados de la borona, cocidos en leche con algo de azúcar. Mi tío, que me lleva seis años y por tanto más trallado, me decía: 

 ― Cómetelo deprisa, jiya, verás cómo así te jartas. 

 Sería que él ya había experimentado que al tragar aire se hartaba. Cuando conocí muchos años después los episodios de Heidy, me resultaban de pura ficción comparados con lo vivido por nosotros. 

 Cuando llegábamos al monte, nos recibía revoloteando por encima del sitio de la cabaña una graya de plumaje negro brillante muy bonito. Se venía a posar siempre en la piedra saliente, que todas las cabañas tienen junto a la puerta para colocar en alto las cosas. 

Cuando nos sentábamos con padre a comer, ahí llegaba a que compartiéramos con ella algún trozo de queso o pan duro y de tanta familiaridad que nos tenía incluso se atrevía a posarse en nuestros hombros. 

 Recuerdo bien que mi abuelo cultivaba al lado de la cabaña unas cuantas plantas de tabaco, con aquellas hojas tan anchas que me recordaban a las de la acelga. Una vez desarrolladas suficientemente las colgaba en manojos de los pontones salientes del tejado, donde también recibían de rebote el calor de las piedras de la cabaña. Se daba cuidado de recogerlas nada más asomaba por los riscos la amenaza de nubes o de niebla. Una vez ya bien secas, las trituraba entre sus nervudas y huesudas manos, guardando en una lata aquel picado de tabaco. Del pueblo le subían, cuando iban al escontru, mecha y piedras para el chisquero con un librito de papel de liar. 

Él les hacía entrega de la triguera de quesos a medio curar que mi abuela bajaba a vender al mercado de Llanes. Con el suministro venía una torta de pan, como rueda de molino, que a la hora de las comidas repartía en raspas muy finas, de modo que durase para las tres comidas de los siete días de la semana hasta que apareciese la siguiente. El resto del pan lo guardaba, con el cuidado de quien guarda un tesoro, envuelto en un trapo que metía dentro de un caldero colgado de una ripia. 

En una finca colindante a la nuestra, había otra cabaña habitada en el mismo periodo de tiempo y con las mismas actividades de pastoreo habituales en la zona. En una ocasión, cuenta mi tío, la mujer de la otra cabaña se acercó a la nuestra a pedirle una pizca de pimentón para hacer las patatas guisadas. Mi tío, era un niño, ¡de dónde lo iba a sacar!, pero por no querer ser menos le dijo a la mujer: 

 ― Espera, que creo haberlo visto debajo de las riestras de chorizos dentro del arcón. 

Entró en la cabaña y a fuerza de picar y moler un cascote de teja con una piedra arenisca, sacó un buen puñado de “pimentón” que envolvió en un trozo de papel de estraza y se lo entregó a la vecina que marchó agradecida a la par que asombrada. Ni había chorizos, ni pimentón, ni nada de nada, pero, en cambio, se tenía cuidado de simular la penuria que se pasaba y que para nadie era secreto, todo lo contrario en el afán de aparentar abundancia y sobre todo de mantener la dignidad propia. 

No teníamos juguetes a nuestro alcance; una muñeca de trapo y poco más. Mi abuelo demostraba tener una paciencia infinita con nosotras. Con palos de pláganu o fresnu nos hacia en primavera, cuando la savia deja soltar las cortezas a golpe de cacha de navaja, los chiflos con los que espantábamos el silencio del monte. Mientras pastoreaba las ovejas por los riscos, sentado en una roca desde donde controlaba el impaciente ganado, nos hacía botones de todos los tamaños. Después, en la cabaña, ya al calor de la lumbre y sentado en su tayuela de mecer, con un hierro candente horadaba los agujeros. En un bote vacío de conservas, bajo una viga del techo, guardaba como decía él un jilu blancu, un jilu negru y una aguya con lo que reparaba los rotos de nuestras faldas.”

Da mucha ilusión leer cosas tan nuestras y tan diferentes a como vivimos ahora. Lo que nos faltaba antes, ahora nos sobra. Yo por eso no me siento más feliz, al contrario: añoro muchísimo aquellos días en el monte. 

¡Cuántas veces añoré volver a esa humilde vida de pastora a cambio de sufrimientos mayores que vinieron aparejados a nuestra aparente mejoría económica! No teníamos que habernos movido de allí. Ni alcanzamos la riqueza que se imaginaban en aquel tiempo quienes emigraban, ni conservamos lo poco que teníamos y, como dice una sabia sentencia gallega, “deixo aldeia que conozo por un mundo que non vi”. 

 La emigración a las Américas, estuvo bien para la gente astuta en negocios, no para la gente como la nuestra que no hicieron más que trabajar y desarraigarse de todo. Claro que el hambre los empujaba. Mejor resultado obtuvieron quienes se fueron a la ventura hacia los países europeos, aunque con muchas renunciaciones, pero al menos, podían ver a los hijos todos los años. Muchos de ellos acomodaron sus vidas en un par de décadas al país nuevo donde no echaron en falta nada.

Leerte en El Oriente,  no te lo puedes imaginar, es como escarbar en mis raíces más profundas. Me fui del pueblo con diez años, pero recuerdo las cosas y los lugares que mencionas en tus escritos. Me resulta tan familiar y tan entrañable lo que cuentas para quienes estamos tan lejos… 

  Historias como estas animan a seguir adelante semana a semana y si son del agrado de los lectores, mucho mejor, porque la satisfacción mía es presentarlas. 

2ª Parte 

En el monte comíamos miruéndanos, arbellátanos, maguyas, moras y de todo cuanto pillábamos por los matorrales. En el valle la Raíz había muchas avellanales y en su tiempo, recogíamos sus frutos a medio madurar que nos entretenían el hambre.  Estuvimos también en el sitio de Valdespadaña, en una llosa preciosa atravesada por un riachuelo de aguas cristalinas que manaba al lado de la finca. Además de la cabaña con su cuerre, teníamos una cuadra para vacas y otra para ovejas. Tanto la cuerre como la cabaña, se mantenían limpias barriéndolas con la escoba de terenos. El suelo de la cabaña tenía el piso de barro, endurecido y alisado por el uso y cuando se estropeaba lo reparábamos con un pegote de barro fresco. Lo mismo que en el peyu de la Raíz, en aquel riachuelo nos aseábamos, lavábamos la ropa, y disponíamos del agua suficiente para abrevar los animales y para la preparación de la comida. En el monte había muchas culebras y raro el día de sol que no nos tropezásemos con alguna hecha un rueñu en una cama de argaña. Acabamos acostumbrándonos a jugar con los escaligüerzos que también acababan acostumbrándose a nuestras caricias. Los encontrábamos bajo las piedras o entre la hierba seca. 

Pero donde yo me sentía más feliz era en el sitio La Raíz. En el Asomu hay una vista increíble desde la que se divisa Llanes y todos los pueblos. Adorábamos al abuelo y con él lo pasábamos muy bien. A mí me gustaba aquel orden de vida que él traía, todo a su tiempo, y en su punto. Era más complaciente con nosotras que nadie. Mi hermana y yo teníamos unos vestidos de “Vichy” que mi madre había confeccionado a mano con sobrepuestos y todo de una tela que había comprado en “El Siglo” y que habíamos estrenado un año por Santa Marina. Mi abuelo los lavaba y los tendía en un espino al sol. Ponía un cascote de teja al lado de la lumbre a que calentase, después convenientemente envuelto en un trapo, con él planchaba nuestra ropa sobre el banco cubierto por la manta del catre. Otro cascote quedaba calentando cerca del llar para cuando se enfriase el primero.

Bajábamos coloradas, no sé por qué, pero era así, del monte, que de aquella era un signo de salud y lujo estarlo, con el flequillo bien cortado y los zapatos arreglados.

Me habían comprado en “La Sirena” unos zapatos abundantes por lo que hubiera de crecer y me ajustaron las punteras rellenándolas de algodón para no perderlos en la primera zancada que diese. 

Al año siguiente, los tenía a la medida exacta del pie y era cuando realmente mejor los disfrutaba. Pero al siguiente año, acabaron molestándome por escasos, aunque se conservaban nuevos por el poco uso que les había dado. Aún quedaba el recurso de cortarles las punteras y asomar los dedos con lo que conseguían que los aguantase aún un año más. 

Después quedaron para mi hermana, unos años más joven que yo, por lo que la pobre, con aquel sistema de aprovechamiento, nunca llegaba a estrenar unos propios. A ella, en cambio le habían confeccionado un abrigo gris con el género que sacaron de una manta que habían dejado los soldados en la casa de mis  abuelos. 

La casa había sido ocupada cuando entraron las tropas en el pueblo, como hicieron con tantas otras y mis abuelos y tíos tuvieron que ir a guarecerse en la cueva que tenían en una de sus fincas. En ella nacería una tía mía y, cuando pudieron regresar a la casa, porque las tropas habían abandonado el pueblo en su avance, encontraron en ella unas mantas que habían dejado atrás los soldados, quizás por la cantidad de pulgas y piojos que guardaban en sus costuras. Por eso de que “El que guarda jalla”, aquellas mantas servirían años después para hacerle el abrigo a mi hermana. 

En el monte jugábamos mucho a lo que se nos ocurría como que nos daba por dar patadas a la tierra seca porque salían de entre ella balas en cantidad. Con ellas, puestas en filas, hacíamos batallones de soldados. Mucha gente se dedicaba a buscar metralla por el monte y por todo el pueblo, para venderla al chatarrero, pero estaba prohibido vender las balas, obuses o armas que había que entregar en el cuartel. 

Había varias covachas algo apartadas de la cabaña por las que nos metíamos. Decíamos que eran nuestras casas y las limpiábamos de piedras y tierra. Tanto limpiar, un día encontrábamos huesos. Corrimos a decírselo al abuelo que nos riñó y nos prohibió que de allí en adelante, no entrásemos a jugar en ellas, argumentando que estaban plagadas de culebras y otros bichos, pero nos dábamos cuenta de que era por el tema de los huesos. 

    Éramos pequeñas y aquel acontecimiento no nos dio más que pensar, pero andado el tiempo, lo continué recordando y nadie me podría quitar de la cabeza que se trataba sin duda de los restos de soldados o paisanos de cuando la guerra, y que sus familiares aún seguirían esperando verlos regresar un día por la puerta de la casa. Estas historias entonces no se contaban por el miedo que lo cubría todo. A los niños nos metían miedo con el coco, con el llobu o con los sacahuntos, pero también con los emboscaos, sin hacer mucha distinción entre unos y otros. Sin ninguna razón, porque en el monte no era raro verlos acercarse a las cabañas a charlar con los pastores. Mi abuelo sabemos que  había hablado en ocasiones con ellos, porque le oímos decir al vecino de otra cabaña que no le importaría darles algo de comida o lo que necesitasen si no fuera porque podían denunciarle de colaborar con ellos y eso supondría la ruina para toda la familia. Esto era para él su gran secreto, todo un tabú, del que no debía entonces hablar con nadie si no quería verse metido en líos. 

         La fiesta más grande era cuando subíamos al monte con los animales por la Tornería. Teníamos una burra a la que llamábamos Carioca. A trechos, si me cansaba, me subían sobre los cuévanos y la pobre no podía ya con tanta carga y abría las patas de atrás y se paraba en cada curva a respirar. Yo entonces, recobrado el aliento, me bajaba y seguía sujeta a su cola. Para subir al monte iban varios de la familia y cargaban en sus zurrones los escasos enseres que había, para pasar el verano. Las vacas y las ovejas nos seguían detrás separadas en dos rebaños, pastando las hierbas frescas que la primavera había hecho crecer y haciendo sonar campanillas y lloqueros en una agradable ascensión. En el alto la Tornería tomábamos un sendero que nos llevaba directo a la Raíz y que era bastante llano. Llegar allí,  para mi era como llegar al cielo. ¡Cómo me gustaba y cuánto lo recordé toda mi vida! 

          Aquella trashumancia no entendía de domingos ni de días festivos. Otras veces quedábamos más abajo, en Valdespadañas, con nuestros padres que llevaban consigo todo lo necesario para nosotras. Tenían pocos animales y posiblemente fuesen de comuña. Habían subido también unas cuantas gallinas que los primeros días no nos pusieron ni un triste huevo que llevar a la boca. Hasta que un día en que mis padres estaban a la siega de la hierba, sentí cacarear  una gallina y corrí para dar con ella y encontré el nido lleno de huevos. Fue una fiesta celebrada con tortillas y huevos fritos. 

        Aguantábamos poco tiempo con los padres, porque no callábamos con que queríamos irnos con el abuelo hasta que nos lo consentían y nos llevaban con él. Lo del pueblo era otro mundo distinto. Yo prefería el monte con los corderos, la graya, el perro y los fresnos junto al peyu. Bajaba llorando y deseaba subir cuanto antes mejor. Mi abuelo nos contaba cuentos, que iba inventando sobre la marcha. Hacía como que leía en unas hojas de periódico que le mandaban envolviendo cualquier cosa, pero nosotras nos dábamos cuenta porque ponía las letras patas arriba.

― Eso que lees no es verdad ― le decíamos ―, porque las letras están al revés. Era un hombre serio, pero le gustaban los niños y tenía una gran paciencia para con ellos. Con trozos de cable de la luz que subía nos hacía bigudís para rizarnos el pelo. El hecho de que prefiriéramos estar con él, le ponía muy ancho, al pobre. 


3ª Parte

Disfruto contando todo esto a medida que lo voy recordando y, si tengo que decir la verdad, me hubiera quedado allí de mil amores. Los progresos y todas las cosas que conseguimos, no me pagan lo feliz que yo era allí. Ahora, nos sobra todo y cuando no hay necesidades las inventamos.

Pienso así, seguramente, porque una ya está de vuelta de casi todo, y de nada me sirve lamentarlo.

Corrimos a contarle al abuelo el hallazgo de la cueva donde jugábamos. Él nos riñó y nos prohibió que de allí en adelante entrásemos en ella porque estaban plagadas de culebras y otros bichos. Nos dábamos perfecta cuenta que era por causa de los huesos. Aquel acontecimiento no nos dio más que pensar de niñas, pero con el tiempo lo continué recordando. Se trataba sin duda, de los restos de soldados o paisanos de la guerra, a quienes sus madres esperaban en el quicio de la puerta. Estas historias nadie las contaba por miedo, pero ocurrían. A los niños nos metían miedo con el coco, el llobu, los sacahuntos, y con los emboscaos, sin hacer mucha distinción entre unos y otros. A éstos últimos no era raro verlos acercarse a las cabañas a charlar con los pastores. Mi abuelo había hablado en ocasiones con ellos. Lo sabíamos porque le oímos decir al vecino de otra cabaña que no le importaría darles algo de comida o lo que necesitasen, pero que si alguien denunciaba, estaría perdido. Esto era para él su gran secreto, todo un tabú, del que no debía hablar con nadie que no fuese de confianza si no quería verse metido en líos. Subir con los animales al monte hacia la Tornería, constituía toda una fiesta para nosotras. A trechos, cuando nos cansábamos, el abuelo nos metía en los cuévanos que llevaba “Carioca”, la burra. La pobre no podía ya con tanta carga.

Se paraba en cada curva a respirar. Recobrado el aliento, yo pedía al abuelo que me bajara de la burra y seguía ascendiendo sujeta a su cola. 

Para hacer la subida al monte debían ir varios de la familia, cargando en sus zurrones las cosas más necesarias para echar la temporada. Las vacas y las ovejas nos seguían detrás separadas en dos rebaños, mientras pastaban las hierbas frescas que la primavera había hecho crecer. Las voces de quienes los guiaban se mezclaban con el sonido de campanillas y lloqueros. Los perros ladraban a las ovejas que se quedaban retrasadas hasta meterlas en el rebaño. Desde algunas cabañas nos saludaban sus propietarios con una alargada voz que era contestada por otra en un tono más bajo. En la Tornería tomábamos un sendero que nos llevaba directo a la Raíz y que discurría algo más llano. Llegar al sitio y a la cabaña era, para mí, como llegar al cielo. ¡Cómo me gustaba y cuánto lo recordé toda mi vida! Un día triste para mí era la vuelta por la Tornería de regreso. Aquella trashumancia no entendía de domingos ni de días festivos. Algunas primaveras quedábamos más abajo, en Valdespadañas. Subían para nosotras todo lo necesario. Tenían pocos animales, pero habían subido también unas gallinas que los primeros días no nos pusieron ni un triste huevo que llevar a la boca.

Hasta que un día en que mis padres estaban a la siega de la hierba, sentí cacarear dentro de un bardal y corrí para dar con el nido que estaba lleno de huevos. Cómo sabían aquellas tortillas que hizo mi madre para todos. Aguantábamos poco tiempo con ellos; no callábamos con que queríamos irnos a la Raíz, hasta que nos llevaban con el abuelo. 

El pueblo era otro mundo distinto. Yo prefería el monte con los corderos, la graya, el perro y los fresnos junto al peyu. Bajaba llorando y deseaba subir cuanto antes mejor. Mi abuelo nos contaba cuentos, que inventaba sobre la marcha. Hacía como que leía en las hojas de periódico con que le envolvían el suministro, pero nos dábamos cuenta que leía con las letras patas arriba.― Eso que lees no es verdad ― le decíamos ―, porque las letras están al revés.

Era un hombre serio, pero le gustaban los niños y tenía una gran paciencia para con ellos. Con trozos de cable de la luz que subía nos hacía bigudís para rizarnos el pelo. El hecho de que prefiriéramos estar con él, le ponía muy ancho, al pobre.

En el Traveséu disponía el abuelo de otra cuadra dividida para vacas y ovejas, donde no se quedaba a dormir por la relativa cercanía al pueblo. Tenía un zurrón hecho con la piel curtida de una cabra marrón, en el que metía lo necesario para andar de pastor todo el día. Allí teníamos un prado cerrado donde podía dejar las ovejas sin que hubiese necesidad de pastorear, lo que permitía al abuelo dedicarse a construir trigueras con las que llevaba mi abuela los quesos al mercáu en la temporada de producción. Para ello usaba los sarpollos de castaños y las varetas de avellanos. También hacía cestos con varetas de mimbreras que pelaba antes de tejer trama y urdimbre con sus nervudos dedos. Como única herramienta, usaba su vieja navaja que llevaba atada a la trabilla del pantalón por una cuerda que se deslizaba en el interior del bolsillo derecho de su pantalón azul mahón. Había tres cerezales que, a mediados de junio llenaban de almíbar nuestros golosos paladares. El abuelo nos tiraba desde el árbol las cañas repletas de cerezas que comíamos sentadas y adornaba nuestras orejas con sendos racimos a modo de pendientes. De lleno en el verano, las espineras nos ofrecían los prunos miguelinos que comíamos apenas azuleaban, a pesar del amargor que nos resecaban la boca. 

Si la nieve llegaba a cubrir los pastos allegaba el rebaño al pueblo y lo guardaba en una cuadra que tenía en el Collado. En el verano anterior, los hijos se habían encargado de almacenar la hierba suficiente para poder resistir la invernada más cruda. 

Era tanta la ilusión por ir con el abuelo, que salíamos de casa de madrugada para sacar las ovejas y las gallinas al pasto. No me importaba ese madrugón. Comíamos a rancho y él siempre tenía reservado en el zurrón un trozo de queso curado para comérnoslo detrás según lo iba partiendo con su navaja. 

Si alguna oveja o con mayor frecuencia algún cordero se rompía una pata, lo sacrificaba y se lo llevaba al maestro que se encargaba de enseñar a los hijos para que cuando tuviesen que irse por el mundo pudiesen redactar una carta o leerla. Se solía de decir, cuando alguien lo pasaba mal, que "pasaba más hambre que un maestro de escuela" porque realmente los sueldos no daban para mucho y menos si la prole era abundante. Otras veces, cuando se accidentaba un cordero, mi abuelo le entablillaba la pata rota con un trozo de tela, porque sabía perfectamente cuándo podía curar o no. En el Traveséu se quedaba hasta llegada la época de la esquila. 

Un día llego mi tío con un rosco que me había regalado mi padrino. No se me ocurrió otra cosa que dejarlo encima del pesebre mientras fui a ver si el abuelo nos daba permiso para echarle el diente o si debíamos dejarlo para más tarde. En muy poco tiempo, las gallinas que andaban por allí escarbando entre la grana de la hierba, dieron con la golosina y no me dejaron más que el papel y la pluma roja que traía sobre una fruta confitada verde. Habría que ver la cara que se me puso. No pude ni contarlo en casa porque no llegase a oídos de mi padrino y lo interpretase como falta de interés y no me fuera a privar de él al siguiente año.

Vivíamos en la edad piedra. Yo comí de los chuscos del racionamiento que mi abuela iba a recoger en las Mestas, al paso del tren. Alguien que venía de Torrelavega de buscar el pan, se lo tiraba en un saco por la puerta del vagón. Había una cartilla para anotar las entregas no nos fuéramos a pasar de la cuota que nos correspondía. Mis tíos no sabían otra cosa que andar con el ganado. Cuando fueron a la mili, para poder escaparse a la rutina de las guardias y la instrucción, cuando les preguntaron por el oficio en el que entendían, dijeron ser cocineros. Al menos estarían cerca de la comida, aunque fuese a costa de pelar sacos y sacos de patatas para el rancho. Mientras tanto, mi abuela esgranaba el maíz y lo secaba para llevarlo al molín de Covarón. En alguna ocasión, se lo daba a Salud o a la Muñeca que acampaban en Santa Marina y que solían venir con frecuencia a pedir al pueblo. Otra veces eran patatas o habas, el pago por echar las cartas o leer la buenaventura a mi abuela y que conociese el futuro reservado para sus hijas. El dislate de la abuela lo callábamos por evitar el disgusto de padre. El engaño se aprovechaba de la ignorancia de la época y no conforme con eso, le exigían que se lo diese desgranado. Estas cosas por las que hoy me siento orgullosa de haberlas vivido, en el colegio donde nuestros padres nos dejaron internas para irse al exilio voluntario, no las podíamos contar. Yo, advertía a mi hermana que tal o cuál cosa no la contase, porque temía se cebasen con nosotras en aquel ambiente aparentemente tan selecto.


No hay comentarios:

Publicar un comentario