AL LECTOR:

Narraciones de hechos y acontecimientos recordados por el autor; otras recogidas de la tradición oral y escrita.

miércoles, 11 de diciembre de 2024

CARTAS DESDE EL EXILIO

 

CARTAS DESDE EL EXILIO

1ª Parte


Desde el exilio involuntario, el fin de semana, leo El Oriente de Asturias que me trae aires de mi tierra querida. En sus páginas encontré tus escritos que me van llenando de recuerdos infantiles de aquellos años tan felices que viví en el pueblo que me vio nacer. Por semana abro tu blog ‘Renglones Perdidos’ para encontrarme con todas las historias que acabo haciendo mías o el de  ‘La Tierra’l jelechu’ donde fisgoneo las fotos en las que posa mi gente. Así, tratando de encontrar parecidos e hilvanar mis propios recuerdos, me veo caminando por aquellos sitios que no se desvanecen.  

“De pequeña me encantaba estar en el monte con mi abuelo. Para comer nos guisaba patatas chalonas y, de postre, nos daba del queso curado que él mismo hacía de la leche de las ovejas. En un peyu de agua fresca que había cerca de la cabaña, con un enorme peine más grande que mi cabeza de niña, padre que así le llamábamos mi hermana y yo nos peinaba y nos cortaba el flequillo con la tijera de trasquilar las ovejas. 

Para dormir había dos catres, uno para las mujeres y otro para los hombres. Los colchones estaban hechos de la porreta del maíz y cada vez que alguien se daba vuelta por la noche, despertaba a los demás.

 Para el desayuno, hacía padre el mascazón, con restos troceados de la borona, cocidos en leche con algo de azúcar. Mi tío, que me lleva seis años y por tanto más trallado, me decía: 

 ― Cómetelo deprisa, jiya, verás cómo así te jartas. 

 Sería que él ya había experimentado que al tragar aire se hartaba. Cuando conocí muchos años después los episodios de Heidy, me resultaban de pura ficción comparados con lo vivido por nosotros. 

 Cuando llegábamos al monte, nos recibía revoloteando por encima del sitio de la cabaña una graya de plumaje negro brillante muy bonito. Se venía a posar siempre en la piedra saliente, que todas las cabañas tienen junto a la puerta para colocar en alto las cosas. 

Cuando nos sentábamos con padre a comer, ahí llegaba a que compartiéramos con ella algún trozo de queso o pan duro y de tanta familiaridad que nos tenía incluso se atrevía a posarse en nuestros hombros. 

 Recuerdo bien que mi abuelo cultivaba al lado de la cabaña unas cuantas plantas de tabaco, con aquellas hojas tan anchas que me recordaban a las de la acelga. Una vez desarrolladas suficientemente las colgaba en manojos de los pontones salientes del tejado, donde también recibían de rebote el calor de las piedras de la cabaña. Se daba cuidado de recogerlas nada más asomaba por los riscos la amenaza de nubes o de niebla. Una vez ya bien secas, las trituraba entre sus nervudas y huesudas manos, guardando en una lata aquel picado de tabaco. Del pueblo le subían, cuando iban al escontru, mecha y piedras para el chisquero con un librito de papel de liar. 

Él les hacía entrega de la triguera de quesos a medio curar que mi abuela bajaba a vender al mercado de Llanes. Con el suministro venía una torta de pan, como rueda de molino, que a la hora de las comidas repartía en raspas muy finas, de modo que durase para las tres comidas de los siete días de la semana hasta que apareciese la siguiente. El resto del pan lo guardaba, con el cuidado de quien guarda un tesoro, envuelto en un trapo que metía dentro de un caldero colgado de una ripia. 

En una finca colindante a la nuestra, había otra cabaña habitada en el mismo periodo de tiempo y con las mismas actividades de pastoreo habituales en la zona. En una ocasión, cuenta mi tío, la mujer de la otra cabaña se acercó a la nuestra a pedirle una pizca de pimentón para hacer las patatas guisadas. Mi tío, era un niño, ¡de dónde lo iba a sacar!, pero por no querer ser menos le dijo a la mujer: 

 ― Espera, que creo haberlo visto debajo de las riestras de chorizos dentro del arcón. 

Entró en la cabaña y a fuerza de picar y moler un cascote de teja con una piedra arenisca, sacó un buen puñado de “pimentón” que envolvió en un trozo de papel de estraza y se lo entregó a la vecina que marchó agradecida a la par que asombrada. Ni había chorizos, ni pimentón, ni nada de nada, pero, en cambio, se tenía cuidado de simular la penuria que se pasaba y que para nadie era secreto, todo lo contrario en el afán de aparentar abundancia y sobre todo de mantener la dignidad propia. 

No teníamos juguetes a nuestro alcance; una muñeca de trapo y poco más. Mi abuelo demostraba tener una paciencia infinita con nosotras. Con palos de pláganu o fresnu nos hacia en primavera, cuando la savia deja soltar las cortezas a golpe de cacha de navaja, los chiflos con los que espantábamos el silencio del monte. Mientras pastoreaba las ovejas por los riscos, sentado en una roca desde donde controlaba el impaciente ganado, nos hacía botones de todos los tamaños. Después, en la cabaña, ya al calor de la lumbre y sentado en su tayuela de mecer, con un hierro candente horadaba los agujeros. En un bote vacío de conservas, bajo una viga del techo, guardaba como decía él un jilu blancu, un jilu negru y una aguya con lo que reparaba los rotos de nuestras faldas.”

Da mucha ilusión leer cosas tan nuestras y tan diferentes a como vivimos ahora. Lo que nos faltaba antes, ahora nos sobra. Yo por eso no me siento más feliz, al contrario: añoro muchísimo aquellos días en el monte. 

¡Cuántas veces añoré volver a esa humilde vida de pastora a cambio de sufrimientos mayores que vinieron aparejados a nuestra aparente mejoría económica! No teníamos que habernos movido de allí. Ni alcanzamos la riqueza que se imaginaban en aquel tiempo quienes emigraban, ni conservamos lo poco que teníamos y, como dice una sabia sentencia gallega, “deixo aldeia que conozo por un mundo que non vi”. 

 La emigración a las Américas, estuvo bien para la gente astuta en negocios, no para la gente como la nuestra que no hicieron más que trabajar y desarraigarse de todo. Claro que el hambre los empujaba. Mejor resultado obtuvieron quienes se fueron a la ventura hacia los países europeos, aunque con muchas renunciaciones, pero al menos, podían ver a los hijos todos los años. Muchos de ellos acomodaron sus vidas en un par de décadas al país nuevo donde no echaron en falta nada.

Leerte en El Oriente,  no te lo puedes imaginar, es como escarbar en mis raíces más profundas. Me fui del pueblo con diez años, pero recuerdo las cosas y los lugares que mencionas en tus escritos. Me resulta tan familiar y tan entrañable lo que cuentas para quienes estamos tan lejos… 

  Historias como estas animan a seguir adelante semana a semana y si son del agrado de los lectores, mucho mejor, porque la satisfacción mía es presentarlas. 

2ª Parte 

En el monte comíamos miruéndanos, arbellátanos, maguyas, moras y de todo cuanto pillábamos por los matorrales. En el valle la Raíz había muchas avellanales y en su tiempo, recogíamos sus frutos a medio madurar que nos entretenían el hambre.  Estuvimos también en el sitio de Valdespadaña, en una llosa preciosa atravesada por un riachuelo de aguas cristalinas que manaba al lado de la finca. Además de la cabaña con su cuerre, teníamos una cuadra para vacas y otra para ovejas. Tanto la cuerre como la cabaña, se mantenían limpias barriéndolas con la escoba de terenos. El suelo de la cabaña tenía el piso de barro, endurecido y alisado por el uso y cuando se estropeaba lo reparábamos con un pegote de barro fresco. Lo mismo que en el peyu de la Raíz, en aquel riachuelo nos aseábamos, lavábamos la ropa, y disponíamos del agua suficiente para abrevar los animales y para la preparación de la comida. En el monte había muchas culebras y raro el día de sol que no nos tropezásemos con alguna hecha un rueñu en una cama de argaña. Acabamos acostumbrándonos a jugar con los escaligüerzos que también acababan acostumbrándose a nuestras caricias. Los encontrábamos bajo las piedras o entre la hierba seca. 

Pero donde yo me sentía más feliz era en el sitio La Raíz. En el Asomu hay una vista increíble desde la que se divisa Llanes y todos los pueblos. Adorábamos al abuelo y con él lo pasábamos muy bien. A mí me gustaba aquel orden de vida que él traía, todo a su tiempo, y en su punto. Era más complaciente con nosotras que nadie. Mi hermana y yo teníamos unos vestidos de “Vichy” que mi madre había confeccionado a mano con sobrepuestos y todo de una tela que había comprado en “El Siglo” y que habíamos estrenado un año por Santa Marina. Mi abuelo los lavaba y los tendía en un espino al sol. Ponía un cascote de teja al lado de la lumbre a que calentase, después convenientemente envuelto en un trapo, con él planchaba nuestra ropa sobre el banco cubierto por la manta del catre. Otro cascote quedaba calentando cerca del llar para cuando se enfriase el primero.

Bajábamos coloradas, no sé por qué, pero era así, del monte, que de aquella era un signo de salud y lujo estarlo, con el flequillo bien cortado y los zapatos arreglados.

Me habían comprado en “La Sirena” unos zapatos abundantes por lo que hubiera de crecer y me ajustaron las punteras rellenándolas de algodón para no perderlos en la primera zancada que diese. 

Al año siguiente, los tenía a la medida exacta del pie y era cuando realmente mejor los disfrutaba. Pero al siguiente año, acabaron molestándome por escasos, aunque se conservaban nuevos por el poco uso que les había dado. Aún quedaba el recurso de cortarles las punteras y asomar los dedos con lo que conseguían que los aguantase aún un año más. 

Después quedaron para mi hermana, unos años más joven que yo, por lo que la pobre, con aquel sistema de aprovechamiento, nunca llegaba a estrenar unos propios. A ella, en cambio le habían confeccionado un abrigo gris con el género que sacaron de una manta que habían dejado los soldados en la casa de mis  abuelos. 

La casa había sido ocupada cuando entraron las tropas en el pueblo, como hicieron con tantas otras y mis abuelos y tíos tuvieron que ir a guarecerse en la cueva que tenían en una de sus fincas. En ella nacería una tía mía y, cuando pudieron regresar a la casa, porque las tropas habían abandonado el pueblo en su avance, encontraron en ella unas mantas que habían dejado atrás los soldados, quizás por la cantidad de pulgas y piojos que guardaban en sus costuras. Por eso de que “El que guarda jalla”, aquellas mantas servirían años después para hacerle el abrigo a mi hermana. 

En el monte jugábamos mucho a lo que se nos ocurría como que nos daba por dar patadas a la tierra seca porque salían de entre ella balas en cantidad. Con ellas, puestas en filas, hacíamos batallones de soldados. Mucha gente se dedicaba a buscar metralla por el monte y por todo el pueblo, para venderla al chatarrero, pero estaba prohibido vender las balas, obuses o armas que había que entregar en el cuartel. 

Había varias covachas algo apartadas de la cabaña por las que nos metíamos. Decíamos que eran nuestras casas y las limpiábamos de piedras y tierra. Tanto limpiar, un día encontrábamos huesos. Corrimos a decírselo al abuelo que nos riñó y nos prohibió que de allí en adelante, no entrásemos a jugar en ellas, argumentando que estaban plagadas de culebras y otros bichos, pero nos dábamos cuenta de que era por el tema de los huesos. 

    Éramos pequeñas y aquel acontecimiento no nos dio más que pensar, pero andado el tiempo, lo continué recordando y nadie me podría quitar de la cabeza que se trataba sin duda de los restos de soldados o paisanos de cuando la guerra, y que sus familiares aún seguirían esperando verlos regresar un día por la puerta de la casa. Estas historias entonces no se contaban por el miedo que lo cubría todo. A los niños nos metían miedo con el coco, con el llobu o con los sacahuntos, pero también con los emboscaos, sin hacer mucha distinción entre unos y otros. Sin ninguna razón, porque en el monte no era raro verlos acercarse a las cabañas a charlar con los pastores. Mi abuelo sabemos que  había hablado en ocasiones con ellos, porque le oímos decir al vecino de otra cabaña que no le importaría darles algo de comida o lo que necesitasen si no fuera porque podían denunciarle de colaborar con ellos y eso supondría la ruina para toda la familia. Esto era para él su gran secreto, todo un tabú, del que no debía entonces hablar con nadie si no quería verse metido en líos. 

         La fiesta más grande era cuando subíamos al monte con los animales por la Tornería. Teníamos una burra a la que llamábamos Carioca. A trechos, si me cansaba, me subían sobre los cuévanos y la pobre no podía ya con tanta carga y abría las patas de atrás y se paraba en cada curva a respirar. Yo entonces, recobrado el aliento, me bajaba y seguía sujeta a su cola. Para subir al monte iban varios de la familia y cargaban en sus zurrones los escasos enseres que había, para pasar el verano. Las vacas y las ovejas nos seguían detrás separadas en dos rebaños, pastando las hierbas frescas que la primavera había hecho crecer y haciendo sonar campanillas y lloqueros en una agradable ascensión. En el alto la Tornería tomábamos un sendero que nos llevaba directo a la Raíz y que era bastante llano. Llegar allí,  para mi era como llegar al cielo. ¡Cómo me gustaba y cuánto lo recordé toda mi vida! 

          Aquella trashumancia no entendía de domingos ni de días festivos. Otras veces quedábamos más abajo, en Valdespadañas, con nuestros padres que llevaban consigo todo lo necesario para nosotras. Tenían pocos animales y posiblemente fuesen de comuña. Habían subido también unas cuantas gallinas que los primeros días no nos pusieron ni un triste huevo que llevar a la boca. Hasta que un día en que mis padres estaban a la siega de la hierba, sentí cacarear  una gallina y corrí para dar con ella y encontré el nido lleno de huevos. Fue una fiesta celebrada con tortillas y huevos fritos. 

        Aguantábamos poco tiempo con los padres, porque no callábamos con que queríamos irnos con el abuelo hasta que nos lo consentían y nos llevaban con él. Lo del pueblo era otro mundo distinto. Yo prefería el monte con los corderos, la graya, el perro y los fresnos junto al peyu. Bajaba llorando y deseaba subir cuanto antes mejor. Mi abuelo nos contaba cuentos, que iba inventando sobre la marcha. Hacía como que leía en unas hojas de periódico que le mandaban envolviendo cualquier cosa, pero nosotras nos dábamos cuenta porque ponía las letras patas arriba.

― Eso que lees no es verdad ― le decíamos ―, porque las letras están al revés. Era un hombre serio, pero le gustaban los niños y tenía una gran paciencia para con ellos. Con trozos de cable de la luz que subía nos hacía bigudís para rizarnos el pelo. El hecho de que prefiriéramos estar con él, le ponía muy ancho, al pobre. 


3ª Parte

Disfruto contando todo esto a medida que lo voy recordando y, si tengo que decir la verdad, me hubiera quedado allí de mil amores. Los progresos y todas las cosas que conseguimos, no me pagan lo feliz que yo era allí. Ahora, nos sobra todo y cuando no hay necesidades las inventamos.

Pienso así, seguramente, porque una ya está de vuelta de casi todo, y de nada me sirve lamentarlo.

Corrimos a contarle al abuelo el hallazgo de la cueva donde jugábamos. Él nos riñó y nos prohibió que de allí en adelante entrásemos en ella porque estaban plagadas de culebras y otros bichos. Nos dábamos perfecta cuenta que era por causa de los huesos. Aquel acontecimiento no nos dio más que pensar de niñas, pero con el tiempo lo continué recordando. Se trataba sin duda, de los restos de soldados o paisanos de la guerra, a quienes sus madres esperaban en el quicio de la puerta. Estas historias nadie las contaba por miedo, pero ocurrían. A los niños nos metían miedo con el coco, el llobu, los sacahuntos, y con los emboscaos, sin hacer mucha distinción entre unos y otros. A éstos últimos no era raro verlos acercarse a las cabañas a charlar con los pastores. Mi abuelo había hablado en ocasiones con ellos. Lo sabíamos porque le oímos decir al vecino de otra cabaña que no le importaría darles algo de comida o lo que necesitasen, pero que si alguien denunciaba, estaría perdido. Esto era para él su gran secreto, todo un tabú, del que no debía hablar con nadie que no fuese de confianza si no quería verse metido en líos. Subir con los animales al monte hacia la Tornería, constituía toda una fiesta para nosotras. A trechos, cuando nos cansábamos, el abuelo nos metía en los cuévanos que llevaba “Carioca”, la burra. La pobre no podía ya con tanta carga.

Se paraba en cada curva a respirar. Recobrado el aliento, yo pedía al abuelo que me bajara de la burra y seguía ascendiendo sujeta a su cola. 

Para hacer la subida al monte debían ir varios de la familia, cargando en sus zurrones las cosas más necesarias para echar la temporada. Las vacas y las ovejas nos seguían detrás separadas en dos rebaños, mientras pastaban las hierbas frescas que la primavera había hecho crecer. Las voces de quienes los guiaban se mezclaban con el sonido de campanillas y lloqueros. Los perros ladraban a las ovejas que se quedaban retrasadas hasta meterlas en el rebaño. Desde algunas cabañas nos saludaban sus propietarios con una alargada voz que era contestada por otra en un tono más bajo. En la Tornería tomábamos un sendero que nos llevaba directo a la Raíz y que discurría algo más llano. Llegar al sitio y a la cabaña era, para mí, como llegar al cielo. ¡Cómo me gustaba y cuánto lo recordé toda mi vida! Un día triste para mí era la vuelta por la Tornería de regreso. Aquella trashumancia no entendía de domingos ni de días festivos. Algunas primaveras quedábamos más abajo, en Valdespadañas. Subían para nosotras todo lo necesario. Tenían pocos animales, pero habían subido también unas gallinas que los primeros días no nos pusieron ni un triste huevo que llevar a la boca.

Hasta que un día en que mis padres estaban a la siega de la hierba, sentí cacarear dentro de un bardal y corrí para dar con el nido que estaba lleno de huevos. Cómo sabían aquellas tortillas que hizo mi madre para todos. Aguantábamos poco tiempo con ellos; no callábamos con que queríamos irnos a la Raíz, hasta que nos llevaban con el abuelo. 

El pueblo era otro mundo distinto. Yo prefería el monte con los corderos, la graya, el perro y los fresnos junto al peyu. Bajaba llorando y deseaba subir cuanto antes mejor. Mi abuelo nos contaba cuentos, que inventaba sobre la marcha. Hacía como que leía en las hojas de periódico con que le envolvían el suministro, pero nos dábamos cuenta que leía con las letras patas arriba.― Eso que lees no es verdad ― le decíamos ―, porque las letras están al revés.

Era un hombre serio, pero le gustaban los niños y tenía una gran paciencia para con ellos. Con trozos de cable de la luz que subía nos hacía bigudís para rizarnos el pelo. El hecho de que prefiriéramos estar con él, le ponía muy ancho, al pobre.

En el Traveséu disponía el abuelo de otra cuadra dividida para vacas y ovejas, donde no se quedaba a dormir por la relativa cercanía al pueblo. Tenía un zurrón hecho con la piel curtida de una cabra marrón, en el que metía lo necesario para andar de pastor todo el día. Allí teníamos un prado cerrado donde podía dejar las ovejas sin que hubiese necesidad de pastorear, lo que permitía al abuelo dedicarse a construir trigueras con las que llevaba mi abuela los quesos al mercáu en la temporada de producción. Para ello usaba los sarpollos de castaños y las varetas de avellanos. También hacía cestos con varetas de mimbreras que pelaba antes de tejer trama y urdimbre con sus nervudos dedos. Como única herramienta, usaba su vieja navaja que llevaba atada a la trabilla del pantalón por una cuerda que se deslizaba en el interior del bolsillo derecho de su pantalón azul mahón. Había tres cerezales que, a mediados de junio llenaban de almíbar nuestros golosos paladares. El abuelo nos tiraba desde el árbol las cañas repletas de cerezas que comíamos sentadas y adornaba nuestras orejas con sendos racimos a modo de pendientes. De lleno en el verano, las espineras nos ofrecían los prunos miguelinos que comíamos apenas azuleaban, a pesar del amargor que nos resecaban la boca. 

Si la nieve llegaba a cubrir los pastos allegaba el rebaño al pueblo y lo guardaba en una cuadra que tenía en el Collado. En el verano anterior, los hijos se habían encargado de almacenar la hierba suficiente para poder resistir la invernada más cruda. 

Era tanta la ilusión por ir con el abuelo, que salíamos de casa de madrugada para sacar las ovejas y las gallinas al pasto. No me importaba ese madrugón. Comíamos a rancho y él siempre tenía reservado en el zurrón un trozo de queso curado para comérnoslo detrás según lo iba partiendo con su navaja. 

Si alguna oveja o con mayor frecuencia algún cordero se rompía una pata, lo sacrificaba y se lo llevaba al maestro que se encargaba de enseñar a los hijos para que cuando tuviesen que irse por el mundo pudiesen redactar una carta o leerla. Se solía de decir, cuando alguien lo pasaba mal, que "pasaba más hambre que un maestro de escuela" porque realmente los sueldos no daban para mucho y menos si la prole era abundante. Otras veces, cuando se accidentaba un cordero, mi abuelo le entablillaba la pata rota con un trozo de tela, porque sabía perfectamente cuándo podía curar o no. En el Traveséu se quedaba hasta llegada la época de la esquila. 

Un día llego mi tío con un rosco que me había regalado mi padrino. No se me ocurrió otra cosa que dejarlo encima del pesebre mientras fui a ver si el abuelo nos daba permiso para echarle el diente o si debíamos dejarlo para más tarde. En muy poco tiempo, las gallinas que andaban por allí escarbando entre la grana de la hierba, dieron con la golosina y no me dejaron más que el papel y la pluma roja que traía sobre una fruta confitada verde. Habría que ver la cara que se me puso. No pude ni contarlo en casa porque no llegase a oídos de mi padrino y lo interpretase como falta de interés y no me fuera a privar de él al siguiente año.

Vivíamos en la edad piedra. Yo comí de los chuscos del racionamiento que mi abuela iba a recoger en las Mestas, al paso del tren. Alguien que venía de Torrelavega de buscar el pan, se lo tiraba en un saco por la puerta del vagón. Había una cartilla para anotar las entregas no nos fuéramos a pasar de la cuota que nos correspondía. Mis tíos no sabían otra cosa que andar con el ganado. Cuando fueron a la mili, para poder escaparse a la rutina de las guardias y la instrucción, cuando les preguntaron por el oficio en el que entendían, dijeron ser cocineros. Al menos estarían cerca de la comida, aunque fuese a costa de pelar sacos y sacos de patatas para el rancho. Mientras tanto, mi abuela esgranaba el maíz y lo secaba para llevarlo al molín de Covarón. En alguna ocasión, se lo daba a Salud o a la Muñeca que acampaban en Santa Marina y que solían venir con frecuencia a pedir al pueblo. Otra veces eran patatas o habas, el pago por echar las cartas o leer la buenaventura a mi abuela y que conociese el futuro reservado para sus hijas. El dislate de la abuela lo callábamos por evitar el disgusto de padre. El engaño se aprovechaba de la ignorancia de la época y no conforme con eso, le exigían que se lo diese desgranado. Estas cosas por las que hoy me siento orgullosa de haberlas vivido, en el colegio donde nuestros padres nos dejaron internas para irse al exilio voluntario, no las podíamos contar. Yo, advertía a mi hermana que tal o cuál cosa no la contase, porque temía se cebasen con nosotras en aquel ambiente aparentemente tan selecto.


jueves, 15 de febrero de 2024

LA CASONA "EL CARRIL"


La casona del Carril es una elegante muestra de la construcción indiana de la comarca. 
De críos la mirábamos a través de sus altas rejas deseando de alguna forma conocer su interior, atraídos por la opulencia que mostraba con sus amplias escalinatas y con los ajardinamientos en los que se conservaban restos del antiguo esplendor de la mansión. 
Fuera del recinto que la rodea tiene La Cochera donde quedaron en desuso los dos últimos carruajes de caballo, lacados en negro y ribeteados de franjas doradas. 
La casa con galería junto a las escalerinas del caleyín de la Vega Teresuca donde vivieron Santos y Visita, los últimos caseros. El Garaje junto a la carretera. 
En el caleyón de “Las Pozonas”, yendo para Tamés, está la cuadra del ganado que cuidaban Santos y Visita. Detrás, el potrero donde se guardaban los caballos y otras dependencias agrícolas y ganaderas que fueron quedando en desuso lentamente. Sin embargo no se escapaba a cualquier observador los innumerables signos de haber habido allí todo un despliegue de medios: Aparejadas repujadas para los carruajes, aperos, herramientas, carros de vacas, de caballo, máquinas de arar, de sembrar, de sallar, cortar quedaron atrapadas por el óxido y las maderas de los techos fueron cediendo al peso y al agua. 
Sería acaso por lo que mi padre me contaba de haber trabajado con catorce años en la cuadra y por las maravillosas descripciones que me hacía mi abuelo que había compartido amistad y juegos con Luis, el hijo, haría que yo mirase todo aquello como algo extraordinario dada la escasez que se padecía. ¿Quién pensaría en usar el teléfono, la electricidad o el motor de explosión en aquel primer tercio de siglo? La casa fue mandada construir por D. Diego Escandón para su hija María que se casó con Bernardino Noriega Tamés, natural de La Venta en Pendueles, motivo por el que sus restos descansan en el cementerio de aquel pueblo. Antiguamente se la conocía como la Casa Rumayor que limita al norte con el barrio de Brañes, y al sur abre su portilla al Carril. Podemos imaginar el movimiento de personas que habría dentro y fuera de la mansión en contraste con la soledad en que se sumió a partir de la desaparición de D. Bernardino. Tenía a su disposición todo un equipo de empleados asalariados fijos: cocinera, niñera, y doncella para la casa; mecánico para los coches, como Antonio García, ex-guardia civil que acabaría poniendo su taller en la entrada de Llanes por la Concepción y chófer, Joaquín. Tenía incluso lacayos. Uno, al que todos conocían como Cayo, se encargaba de atender a los caballos. Para el resto de actividades del campo se proveía de jornaleros para plantar, rozar, abonar el campo, etc. Caro, otro de los lacayos, bajaba a Llanes a por los encargos con el carro de rejas y estaba al cargo de los lebreles de caza que utilizaban Bernardino y su hijo Luis. Disponía continuamente de un albañil o cantero para los continuos arreglos de tan vasta propiedad así como un carpintero que trabajaba debajo del Corredorón de la Casona y donde almacenaba la madera con la que reparaba las numerosas portillas de las fincas que tenía, hacía carretillos para sacar el cuchu de las cuadras, construía cajas y ponederos para el gallinero donde había un centenar de ponedoras y numerosos pollos que abastecían sobradamente la despensa de la casa.
Tenía también montado un potrero donde herraba los animales de tiro un herrador que llegaba de Unquera periódicamente. De la misma forma, cuando no era el capador, era el matador o el pesador los que se acercaban a realizar sus trabajos. En cada época del año había una actividad desplegada entorno a la siega, a la siembra y al sallu, a la cosecha del maíz o de la patata; a la recogida de la manzana, la fabricación de la sidra y al matacíu por el sanmartín.
Cayo era un hombre muy fuerte. Bernardino, que era de buen carácter, solía tener en su cuadra a un nutrido grupo de tertulianos que distraían el aburrimiento con apuestas de fuerza y proezas por el estilo de las que les contaré y que no siempre acabaron bien. Atraído quizás por aquéllas, se dejó caer por allí una tarde, José El Mayorazu de Porrúa, famoso ya por su enorme fuerza demostrada en múltiples situaciones.
Bernardino, al que tampoco le faltaba un punto de bromista, le dijo a José que Cayo, ― que como ya dije era de buena complexión,― había subido por el camino que hay entre el Garaje y la casa de Joserrín, el enorme carro del que tiraban “el Alegre y el Guerra”, los dos grandes bueyes rojos. José tragó el anzuelo con facilidad por parecerle que si Cayo lo había logrado, él no habría de ser menos. Una vez acercado el carro a la empinada cuesta, levantó el cabezón y colocándose debajo de él, se sujetó a los ajonadorios y lo plantó delante de La Cochera de Brañes sin demasiado esfuerzo, ante el asombro de los allí congregados.
Pasado un tiempo, corrió entre los ganaderos de los pueblos limítrofes la noticia de la importación de varias vacas y un semental suizo para la ganadería de Bernardino. Volvió por la cuadra El Mayorazu atraído por la novedad. Bernardino que no había quedado contento con los resultados de la última broma gastada a José y deseando bordarla, la preparó aún más gorda. Esta vez le dijo a José, así como quien no quiere la cosa, que Cayo había logrado levantar del suelo al “Barón” cuyo peso, 1350 kilos, rezaba en una placa colocada en la pared de la cuadra, pero que el Mayorazu no debió de ver ni mucho menos leer. Hombre fuerte y no arredrado por nada, no queriendo ser menos que Cayo, se metió debajo de aquella mole con patas echando toda su fuerza para levantarlo a la vez que preguntaba con la voz cortada por el esfuerzo:
― Bernardino… ¿Pierde tierra?
Mientras, a escondidas con la guiyada,  don Bernardino puyaba al tranquilo animal para que se moviese, no contento con el resultado esperado.

 

viernes, 22 de diciembre de 2023

Ruta molinera del Melendru

 Primer tramo
               Es frecuente ver en la villa grupos de personas que quieren conocer el callejero y las casas más nobles y señoriales o aquellas donde algún suceso reciente, como el rodaje de una película, se dio. Escuchan con atención, estoicamente, las explicaciones que dan los guías turísticos mientras tratan de ver en las edificaciones los restos de esa nobleza que con orgullo se les muestra, como si les interesase saber de sus nobles y regios moradores. Y no está nada mal este paseo por el casco viejo y las angostas callejas que trasiegan el calor al mar. A veces, las tan preparadas explicaciones se ven cortadas por el ruido de los vehículos que no hubo manera de dejar aparcados en las afueras, muchas veces por vagancia y otras por pura necesidad. Es posible que lo que entre por sus ojos y por sus narices sea más que suficiente, ya sea el olor salobre de la ría o de los fogones donde se fríen los productos arrebatados a la mar. Puede ser que unas palabras sueltas, el olor y la vista romántica del Llanes medieval sea suficiente pago para el largo viaje realizado en cualquier época del año.
             Esta semana a través de esta página llevaré a nuestros lectores, quizás desde sus casas, por una ruta, donde sólo oirán hablar de la nobleza de las gentes que allí dejaron sudor y vida, tan importantes como la de aquellos que dejaron sus ostensibles blasones en las piedras de la Villa.
Provistos de mochila y de bastón saliendo del puente nos metemos por el hermoso parque en la ribera izquierda del río, Usaremos, para entendernos, el código aplicado en geografía por el que se mira siempre correr las aguas para decidir si es izquierda o derecha, de esta forma nos evitaremos malentendidos. Este parque se conocía anteriormente como el “mataderu” y aún se preserva la edificación rehabilitada como Museo marítimo. Ahí, en esa pequeña vega se hacían las verbenas de las fiestas de La Guía, al lado del desaparecido y noble teatro Benavente, exposiciones de ganado y otros eventos. Salimos a la calle siempre a la vera del río. En frente, cercana a una casa que parece sostener el talud de la carretera de los Altares, se conserva incrustado en el paredón de piedras almohadilladas el arco de una fuente que dio agua a los vecinos y la vertía al río justamente donde estaba el lavadero. Me recuerdo sus depósitos llenos de ropa añilándose y el olor a jabón chimbo. Inclinadas sobre sus tablas, las mujeres frotan y frotan con sus blancas manos mientras conversan a voces para vencer el rumor del río y el griterío de los chiquillos que cazan renacuajos en las arenas sedimentadas donde nacen unas matas de berros. Las aguas del río liberadas del largo y sinuoso trayecto desde las cuestas, se retiran a descansar en el mar. Surgen de entre los arcos del viejo molino de Cagalín de José Noriega, preparado tanto para la molienda como para obtener, por medio de una dinamo, la energía eléctrica que iluminó las casas de la villa y fábrica de hielo. Purón, Carrocedo y Bedón darían luz a nuestra infancia. Aprovechaba el último desnivel importante del río tras el puente de Cagalín donde tenía la presa. Seguimos en busca de la nueva ruta abierta por las fincas de La Bárcena, hasta salir a la carretera de La Portilla. Antes del pequeño puente que cruzamos, a la derecha estaba el penúltimo molino para el río, para nosotros el segundo en encontrar. Su último dueño, Ricardo Sánchez Noriega, Rico, de Cue, se vino a vivir a Pancar a la casa de Manuel Sánchez Noriega, conocido como El Coritu jefe del Batallón de su mismo nombre en la contienda de la guerra civil. Rico, su mujer y sus dos hijos mantuvieron activo el molino de una muela que llevaba su nombre en La Carúa.
Seguimos la señalada senda hasta adentrarnos en el comienzo del pueblo de Pancar. Esta vez vamos por la parte derecha del río. Las casas del Cuetu Molín se asoman al río para refrescarse. Podemos cruzar el puente y veremos apenas entre malezas y arbustos, en total ruina los muros del molino con dos muelas y la serrería del Tío Perico, padre del Nino quien se hizo famoso por mantener el folclore del pericote en sus raíces y llevarlo en sus corizas a escenarios del nuevo continente. Lo recuerda la letra en una de sus estrofas: “A bailar el pericote/ vino el Nino de Pancar,/ porque Tere y Vicentina/non supiéronlu bailar”, cantábase así en Parres.
Retomamos la senda que nos deja al lado del tercer molino de dos muelas de nuestro recorrido. Aníbal y Cesárea padres de Pepín y Valentín tenían una bolera al lado del molino y era un rincón donde se juntaban los amigos para tomarse unas sidras, bajo los chopos del río. Valentín, su mujer y sus hijos mantendrían las muelas alternando con el trabajo en la extensa ganadería de producción lechera que tuvieron. A Valentín se le veía entre los romeros pancarinos para cortar, transportar y plantar la hoguera de San Pedro. Hacían la entrada triunfal con Valentín a caballo sobre la cabeza del palo, llevado a hombros de todos los mozos, en una mezcla de alarde de fuerza y homenaje a este entusiasta vecino.
             Seguimos la ruta al lado del río y justamente cuando parece abrirse el valle de La Vega, bajo el Cuetu Escrita, quedan los restos de otro molino de una sola muela, medio escondido y cuyo descubrimiento lo hice fortuitamente cuando buscaba alguna subida al montículo donde de pequeño iba a buscar la hierba para las vacas en una finca que llevábamos, porque siempre me dio que pensar su nombre, sobre todo, desde que conocí el Peña Tú, si habría alguna inscripción o grabado en alguna de sus numerosas rocas calizas. Aquí hay que cruzar el río y tomar una pista, viejo camino desde Pancar hasta Las Mestas y Bolao, que discurría paralelo a las vías del tren, y que pasa bajo la autovía. Cruzaremos las vías poco antes de llegar al puente metálico del ferrocarril. Se ven cercanos los restos del Molino de La Vega que trabajaba con tres muelas. José y María, los de la Vega, criaron en él a sus tres hijos: José Ramón, que sería mecánico de bicicletas en la plazuela del Cotiellu; Pedro que seguiría con el molino y la carpintería de su padre y Benigno con su taller y tienda de relojes en la plaza. Hoy las bardas y las hiedras se empeñaron en abatir y ocultar los restos del abandonado molino.
             Podemos seguir por la finca hasta cruzar la vía con mucho cuidado por la cercanía del túnel o volver los pasos para cruzarla mucho más seguros al lado del puente de hierro y llegarnos hasta el sexto molino de nuestro recorrido. Esta construcción ganó la batalla al tiempo a costa de ver modificada un poco su estructura como vivienda.
Es el molino de Las Mestas de dos muelas que habían regentado otro matrimonio cuyos nombres, curiosamente también eran José y María, los de las Mestas y su hijo Pepín. Tenían bar en el mismo edificio del molino y en temporada bolística lo servían en la cercana bolera. María preparaba tortillas, tortos, chorizos y mariscos para la merienda de la gente que habitualmente acudía de Llanes por las tardes. José tenía un puesto de sidra que llevaba por las fiestas en su carro y caballo. De paso recogía las sacas de maíz por los pueblos y devolvía las moliendas hasta los lugares más alejados. Ejercía también el oficio de pesador cuando los san martines. El Ayuntamiento fiscalizaba entre otras cosas, la matanza del cerdo en las casas y cobraba un impuesto acorde con el peso en canal de la res. José, cuando acababa la labor con la romana, preguntaba medio en broma, medio en serio, por el xatu o la oveya, pues era costumbre completar la labor con el sacrificio de algún otro animal que no siempre se declaraba.
Más de uno, creyendo la broma veras, pensaba que a José algún vecino de mala idea le había dado el soplo y él solo se delataba sin más. A José se le fue la vida en un accidente con el carro cerca del puente Purón cuando regresaba de entregar las moliendas en la tienda del Trisqui en el Joyu´l agua de Puertas.
Seguiría atendiendo sola el molino María, unos años más, período de tiempo del que yo tengo memoria acudir a llevar la molienda.
Posteriormente el molino lo compró en México a sus dueños, Pepe Junco, “Pepe el Curru” y lo atendería un cuñado suyo, casado con Lisa, Camilo Fernández y sus hijos Pedro y Camilín, hasta que se cerraron definitivamente sus compuertas y el río continuó su vereda sin interrupción, vega abajo.
Podemos aquí hacer una pausa si el día no da para más o las piernas están ya cansadas. Retomemos el camino y volvemos nuestros pasos. No queda otra, salvo salir por la Arquera por el arcén de la carretera y con mucho cuidado por el tráfico rodado.
Esta puede ser una ruta para un grupo determinado de edad y condición física. Antes de partir, siéntense a tomar el bocadillo que celosamente guardaban en su mochila y refresquen el agua de su cantimplora en las aguas del río al otro lado del pequeño y desvencijado puente de madera. Escuchen la armoniosa melodía del río e imaginen el ruido de los rodeznos bajo los puentes de piedra del viejo molino.
Segundo día.

Quedamos la semana pasada, lo recuerdan, contemplando las aguas del molino Las Mestas. Esta segunda etapa del camino, puede resultar más enrevesada de contar que de recorrer, así y todo trataré de llevarles por los caminos, aunque debamos para evitar rodeos, pisar la carretera.
Si salimos de Llanes, tomamos el desvío a La Pereda y Parres que hay en la segunda rotonda sobre la auotovía y podemos aparcar antes del paso a nivel. Una vez atravesadas las vías, el primer desvío a la derecha, nos lleva hasta el molino de Las Mestas, donde lo dejamos la vez anterior. En ese camino, a la orilla izquierda están los restos de otro molino de una sola muela. Una cancha de tenis ocupa el sitio de la vieja bolera, bajo la sombra de los plátanos. Este camino solía anegarse con las crecidas del río que viene desde la fuente de Las Herrerías, por las fincas de las Mimosas.
Seguimos, pues la carretera en dirección a La Pereda y damos con un conjunto armónico de casas restauradas en el barrio de Bolao donde vivieron Arturo y Aurora con sus dos hijos, Manolo y Vicente. A la derecha, un camino de carro nos lleva, por la Palaciana hasta Parres y será por el que regresaremos. 
La siguiente casa que encontramos a la izquierda pertenece a la familia de creadores e integrantes del Coro que lleva su nombre, Antonio Cea y Hortensia Gutiérrez con sus hijos, Toño y Gema y los hijos de ésta, Conchi y Emilio. Conservo de “Las Mimosas”, el recuerdo de un campeonato de bolos en el que jugaba mi padre de pareja con su hermano Eduardo y me llevó en su bicicleta. Olorosas mimosas plantadas a orillas de la bolera, dan nombre al sitio donde también existió un merendero. 
Caminados unos veinte metros y vemos un desvío a la izquierda por el que podríamos seguir en otro momento hasta la capilla de San Felipe en Soberrón, al pie del Picu Castiellu. No obstante, aprovechamos para echar un vistazo al entorno y lo seguimos algunos metros. Veremos una torre del transformador que daba corriente a la mina de piritas escavada a cielo abierto. El profundo y extenso pozo quedó anegado desde que se rompieron en mil heridas los veneros que lo cruzaban y ahora vierte las aguas sobrantes en un riachuelo que las lleva hasta encontrarse con el ríu Vallanu poco antes del molino de Las Mestas que ya conocemos. 
A la derecha, hay un bosque de eucaliptos y por un sendero si andamos unos cincuenta metros damos con la Fuente las Herrerías, delante de la cueva de su nombre. A poco que miremos en el lecho del agua encontraremos unos bloques informes de mineral, más pesado que las rocas de areniscas que lo forman y que a mi juicio dan nombre al lugar. Muchas personas piensan que se refiere a una posible serrería, pero es más creíble que fuese una herrería, por el citado mineral de hierro, que además presenta signos de haber sido fundido. Otras más piensan que es el mismo mineral que se sacaba en la mina de Bolao que está justo al lado del camino por el que entramos, pero la mena que se extrajo en ella, era la pirita. Aprovecho para señalar otros sitios por los que me encontré con los mismos o parecidos minerales que en esta fuente, y curiosamente también cercano a manantiales y cursos del río. Son estos: El nacimiento del río Cabra, junto a los molinos de la Borbolla; en el bocal del río Purón, junto al puente de madera que lo atraviesa por la senda costera de Puertas; en uno de los caminos de La Galguera a Soberrón, formando muros de las fincas junto a otros cantos calizos y de arenisca; en el Purón, donde se le junta el río Barbalín, pasado el puente que lo cruza, recorremos su orilla derecha en dirección al mar y cerca está el sitio que se conoce como La Herrería, que ayuda a confirmar lo expresado hasta ahora; en Parres, en el cueto La Mina, pueden hallarse este mismo mineral de hierro y otros más sitios que darían para otro trabajo de campo.
Dejamos la visita a la cueva para otra ocasión también el camino a Soberrón y regresamos a la carretera que tras leve subida nos deja en un pequeño e imperceptible puente que cubre las aguas del Ríu Janu que nace en Fuentecaliente, en La Riega y sigue por Las Pisas, donde antaño movía los batanes para hacer el paño y, más abajo, por Los Molinos. El prado del Pedrosu, donde jugué de niño con mi prima Tere, conservaba el molín de Janu, hoy cubierto por las arenas de la explotación de sílice.
Seguimos andando carretera adelante. Las viejas casas nos contemplan pasar y nos hablan en silencio del recuerdo de sus moradores: la Casa de Juanito y Joaquina Luchana y su hija Chelo, a la izquierda. El camino de la izquierda nos lleva hasta la Vega El Rey; el de la derecha, al bar la Roxa, a Corisco y Vallanu. En alto, El Coteru, la casa del Tío Félix Hano y la Tía María Fernández con sus hijos: Concha, Amparo, Enedina y Ramón, casado con mi tía Jandru y padres de mis primos, Tere y Félix. Nombres y más nombres que se pierden en la neblina de mi infancia. Mientras tanto, nuevas casas a la izquierda de la carretera de modernos estilos, como queriendo diferenciarse de las demás, sin integrarse en el paisaje, desoyendo los principios más elementales entre los que estaría el respeto por la toponimia del lugar.
La caseta de La Diputación a la izquierda y un camino que nos llevaría al monte, por la Cuesta del Caballu para entrar por el Texéu camino de Viango. A la derecha otro camino nos lleva también a Corisco y Vallanu. Unos metros más y hay un puente sobre el Ríu Xixón que nace en Las Fuentes, donde el Jogu de las Maconas, atraviesa Los Jorcaos, Los Pasucos, y las lleva al encuentro del ríu Vallanu que las deja en el punto que ya conocemos en el molino de Las Mestas. Hay que parar en las camperas del recinto de La Guadalupe para tomar pausadamente sentados en el pórtico el agua fresca de la cercana fuente. Contemplaréis esqueletos de los castaños que otrora cubrían con sus sombras los bailes y los puestos de sidra y avellaneras el día de la fiesta, siempre el 2 de agosto. La Escuela, la casa Conceju, la bolera, el jerraderu, la Cueva, el lavaderu, la fuente y el bebederu, son recuerdos de piedra viva que nos hablan de un pueblo agrícola y ganadero y unas gentes para mí tan familiares.
Es preciso continuar y dejar la nostalgia para caminar por la carretera hasta Santa Marina. Las últimas casas nos dejan paso al Bolugu. En el cueto de la derecha, tras pasar el almacén de Raúl Villar, están olvidados los muros de la capilla de Sant Hilario, conocido como “Santilar” donde de crío aún pude encontrar restos de alguna imagen en escayola o del techo y que llevaba como verdaderos tesoros para pintar con ellos en los portales de la escuela o en el pórtico de la iglesia las rutas ciclistas que hacíamos con las chapas de las botellas. Bajamos la pequeña cuesta y damos con el puente sobre El Melendro, nombre que le viene sin duda del melandru, tejón, tasugo, que se esconde en las cuevas y así el río se aboluga, se esconde, en las cuevas del Bolugu, para resurgir en Corisco en un hondo y estrecho valle para mover la única muela del molino junto a la cueva de Covarón, de José, Leonor y de sus hijos Ramón Antonio y Rosi.
           Pasado el puente, nos encontramos a la derecha con la casa de Lucía, la pastora de Requexu que lucha contra el paso del tiempo, mientras se desarma el cortavientos de piedra y la techumbre apenas puede sostenerse en las podridas vigas. Fijémonos en la pequeña cuadra que hay en el prado enfrente de la fachada de la casa, porque más adelante les hablaré de algo relacionado con ella.
Nuevas edificaciones en el Bosque Gidio a la derecha, donde estaba la cuadra de Saturno González, tío abuelo mío, hoy seccionado en varias fincas con sus chalés y casas. Enfrente otros dos chalés modernos y pasados estos hay un camino a la izquierda, que nos lleva a la fuente de Moscadoria. Solía yo de crío acompañar a mi madre a lavar la ropa. Yo jugaba por el río represando sus aguas y botando pequeñas embarcaciones que hacía con las mollejas secas de los plátanos. Allí se juntaban normalmente varias vecinas con sus respectivos hijos lo que hacía más entretenido el trabajo para ellas y para nosotros el juego, aunque acabásemos, la mayoría de las veces, totalmente empapados de salpicaduras y resbalones. Ellas tendían, si el tiempo era bueno, las sábanas en los campos y el resto de trapos sobre las bardas para recudir el agua. Existe muy cerca una cueva de amplia entrada que quizás dé lugar al paraje por ser donde el ganado de pasto acudía a moscar en los cálidos días de verano y al río para beber. En la Guerra Civil protegió en sus entrañas se resguardaban los vecinos de Parres y de la Pereda de los bombardeos, que preparaban la batalla de El Mazucu como se la conoce en el Alto de la Tornería, la más dura de las sufridas en la zona Norte.
Dejamos la fuente, no antes de refrescarnos con las aguas del manantial, cerca de los depósitos del prado vecino, donde se ven bien a las claras la construcción cementada. Esta agua, con toda seguridad, resurgente de la que proveniente de la Arenal, tiene todos los visos de ser de nuevo encauzada para el calce de otro molino en Requexu, frente a la casa de Lucía, y que dejé para este momento la explicación. Seguimos la carretera hasta las camperas de Santa Marina. Se puede divisar la capilla entre los ramajes de viejos castaños de indias, unas encinas, posiblemente testigos de algunos siglos atrás. Volveremos aquí, pero antes hemos de tomar el camino de la izquierda en dirección al monte porque llegaremos por él casi al naciente de las aguas de nuestro río principal con el que comenzamos en Llanes la ruta. Digo principal porque es su cauce el único que tiene caudal continuo en todo el año. A poco de dejar la carretera se le unían a él las aguas del alto La Lisar, Salto Clara, El Coz, La Fuente la O y Fuente los Vaqueros, acumulando en su sinuoso cauce las aguas de otros manantiales menores atravesando así La Retuerta, Los Carriles, Mataoveyas y Santa Marina, lo que le haría ser el cauce principal, pero en época de estiaje, las aguas desaparecen por completo en el fondo kárstico.
Nuevas casas rehabilitadas en sitios de la Puntiga y un camino ascendente, cubierto de arena nos acerca a nuestra meta, el primer molino que funcionaba con las aguas del río La Arenal que cubrió durante su larga historia geológica, con una espesa capa de sílice el valle por el que discurre. Hasta estos parajes de La Arenal venían a por piedras de arenisca poco consolidadas, las “areneras”, que las llevaban a vender por las casas de la villa y en La Plaza de Mercaderes. Un recuerdos para Luquinas de Cue y Cionina de Bojes que las trasladaban con su viejo y sufrido burro. Son piedras de arena blanca y rosácea que se usaban para bruñir las chapas de hierro colado que hacían de cimeras de las cocinas llamadas “económicas” por usar tanto el escaso carbón, la turba y la leña de los montes. Las aguas extremadamente frías de La Arenal brotan debajo el Picón de los Riucos, posiblemente provenientes del corazón de la Cordillera del Cuera, o de sus escorrentías llevadas a La Olla del valle Viango, surtían de agua a los depósitos desde los que se suministraba el agua al pueblo de Parres. Si nos situamos en el camino dándole la espalda, encontraremos el calce del agua y los restos del molino de La Arenal de Rosario Noriega, vecina de Parres en el barrio Tamés, dueña también de la finca de los depósitos en la que se pueden ver la casa y cuadras de La Arenal, deshabitada desde los años sesenta.
Luis Santoveña, vecino de Vibaño había venido a trabajar como molinero a la Arenal. A la vez que atendía el molino labraba preciosas madreñas o trataba con acierto las dislocaciones de huesos de quienes acudían a él. No había atención de urgencias, pero sí gente con ese don especial enseñado de padres a hijos. Como Luisón, nombre que recibía por su gran fortaleza y buen corazón como otras personas que atendían de manera desinteresada a quienes confiaban a ellos sus dolencias.
Luis se casó con Carmen Gutiérrez, hija de María la Grilla y hermana de: Vitorina, María, Milia y Félix el Grillu (bisabuelo paterno). Tuvieron tres hijos: Manuel el de La Vega Quintana de La Pereda, Felipe y Gavino que formaron familias en La Galguera. Los tres hijos ejercieron el oficio de madreñeros como su padre. Una vez cerrado el molino de la Arenal, Luis Santoveña administró el molino de Las Mestas.
Volvemos a la carretera hasta el campo de fútbol de Parres. La elevación que tiene hoy sobre la carretera se debe a los trabajos de desmonte de un cueto que había y de relleno, iniciados por los vecinos antes de la guerra y continuado unos años después de finalizada. El lugar del campo era un cotero de arenas blancas resultantes de la sedimentación del río que mencioné anteriormente. La fiesta se hacía en el robledal de Gregorio y Anita los del Palacio, que había a la izquierda del campo y que hoy es un prado llano heredad de la casa del Curru en el barrio La Casona de Parres, en el que antes de la existencia del campo de fútbol actual, se jugaba entre los árboles. Para los partidos en los que competía el equipo parragués contra otros pueblos, Gregorio y tía Anita del Palacio prestaban una finca llana y sin árboles al otro lado del camino que rodea la pequeña vega de Santa Marina y vendió a Fernando Gutiérrez González. 
          Mi padre me da la relación de jugadores del equipo de fútbol parragués que se enfrentaban a los de Porrúa, Poo y Cue donde tenían como fichaje al también célebre boxeador Esmel. En el “Parres” destacaban entre otros: su hermano, Jesús el de María la de Félix y Santos, Pandín y Pandón; su primo Paco el de tía Anita; Felipe, Camilo y Mon de Manuel y Melia; Ricardín; sus primos Ramón y José de Vallanu; Severino, Luis y Pancho de David; Fernando, más conocido como Guirni, hermano de Águeda, Aurelia, Lorencín... hasta once hermanos, la mayoría exiliados a Francia y Rusia cuando la guerra; Manolo Tamés; Juan y Ángel de Ursino. En la portería, Eusebio, de Kiko y la tía Malena que era además el encargado de mantener el balón, repararlo y coserlo si era preciso; aparte de su conocimiento de la lezna, Eusebio tenía habilidad para hacer estrofas con los acontecimientos y actividades más sonadas de la mocedad. Un hermoso plantel, todos ellos nacidos anteriormente al año 1918 y que sufrieron las consecuencias de la guerra civil fraticida.

Bajamos de Santa Marina”, como dice el cantar, pero bajando hasta Parres. A la derecha, hay un restaurante, La Casería de Santa Marina, en la finca de Manuel de Jacinto, que abre sus puertas a los clientes para disfrutar tanto de sus especialidades culinarias como de la tranquila y hermosa vista al Texéu. A la izquierda de la carretera queda la Casería de Modesta y bajamos hasta Trescoba para después subir por el Picu la Concha a dar vista al pueblo. 
En la bajada, a la derecha hay un camino que nos lleva de nuevo a La Pereda, junto al Bar La Roxa, después de atravesar el barrio de Corisco, perteneciente a Parres. Abajo a la derecha puede verse un valle cerrado y surcado por el juguetón Melendro que tras haberse escondido en El Bolugu, se deja ver para ir a mover la rodela del molino y vuelve a encovarse en Covarón para atravesar el cueto y aparecer de nuevo en Covarada, en Vallanu. 
Este molino fue construido por el tío Perico, padre de José, último molinero. Las muelas las trajo de otro molino de su propiedad cuyo asentamiento podemos identificar si seguimos una pista abierta hace unos años, junto a una columna de la luz, y bajamos por ella hasta el encuentro del agua en Covarada. Aún se pueden ver bien conservadas las paredes de la casa y cuadra del tío Perico y bajo la cueva se pueden ver los restos de construcción donde había instalado el molino trasladado por él hasta Corisco. 
Salimos en subida a lo alto donde están las casas del barrio de Vallanu por un sendero y torcemos a la derecha siguiendo el camino en bajada hasta la Calzada, tornando a la derecha. Dejamos el camino que a la derecha sigue hasta la Pereda y tomamos el central, pues el de la izquierda nos lleva a las últimas casas de Parres en Cuetupuñu. 
Atravesamos el río por un pequeño puente sobre el río Vallanu, que no es otro que el mismo Melendro, pues el mismo río recibe los nombres de los lugares que atraviesa hasta su desembocadura en Llanes donde se le aplica el nombre de Carrocedo. Si atravesamos por las paseras junto al puente el muro de la izquierda, seguimos por un sendero paralelo al río hasta tropezarnos con otras paseras en un muro alto tras el cual ya podemos ver el molino de Las Mestas, descrito y desde donde podemos caminar a la izquierda para salir a Pancar, La Carúa, La Portilla y Llanes en el Barrio del Cuetu y Cagalín, de donde partimos, o seguir a la derecha por el camino hasta la Palaciana, casi tomado por los avellanos que crecen en sus orillas y que es un acceso a Bolao, desde donde partimos este segundo tramo de ruta molinera y donde da fin esta guía.  Con posteridad a la primera publicación de este tema, descubrí con asombro otros restos de molinos que aprovechan las aguas de afluentes al Melendro. Uno de ellos se puede localizar cerca del molino de las Mestas, por un camino que parte por la derecha del túnel que suele cubrirse de agua y está por detrás de la finca de Tere y Pepito. Otro más, lo conocí cuando segaba con mi padre la finca de mi tío Saturnino. Había en la hondonada entre numerosas rocas los restos de una gran edificación cercana a un riachuelo que encueva con toda seguridad hasta el Melendro. El siguiente, se encuentra siguiendo el camino a la izquierda de la finca de la Polla, hacía la fuente de la O, en una finca que queda por debajo del camino, pero nadie me dio referencias de su dueño ni tan siquiera el nombre de la finca o dueño o dueño. Por dar explicación aquí sobre el origen del término Melendro, que ya expliqué en otra entrada, diré que proviene del término Melandru, Meles meles, nombre científico, referido al tasugu, que se esconde cuando se ve acorralado. Curiosamente en nuestra llingua se llama tasugu a la persona que se oculta por timidez. Estoy seguro de que puede haber más. Los molinos, por una legislación pasada, fueron adjudicados a la iglesia, por lo que el molinero, de la maquila que tomaba de cada molienda que le llevábamos lo vendía a los comercios y un diezmo de ese dinero iba a las arcas de la vicaría. En las aldeas perdidas por las agrestes tierras alejadas de la capital del concejo, los párrocos se encargaban de recoger esos diezmos y tenían poder de adjudicar el molino a otra familia cuando la anterior no podía seguir con él.

sábado, 9 de diciembre de 2017

Escuela de Parres, 1926. (Quintas del 36 a la 41).


"NIÑOS DE LA GUERRA"

Esta es, prácticamente, la lista del conjunto de alumnos de la Escuela de Parres, de quienes doy las referencias familiares, aportadas por mi padre, Santiago González Gutiérrez, “Taro” (nº24).
Esta foto nos la trajo Marcelino Sánchez Junco (nº 19), un año por la fiesta de Santa Marina. Vino por primera vez, desde el exilio francés, donde había militado en el Maquissard, de la resistencia antifranquista, al otro lado de los Pirineos. Más conocido aquí el grupo como el de los “Maquis”.
En esta foto faltan algunos niños que no habrían acudido al aula, bien sea por hacer el pastoreo de los rebaños de ovejas y vacas, actividad que se les solían encargar desde bien pequeños, en algunos casos, por enfermedad o por estar en ese momento por el huerto de la escuela.
El año del nacimiento de los veintinueve alumnos de la foto, está entre el año 1914 y el 1920, o como se solían catalogar en cuanto al servicio militar al que debían servir, llegada la mayoría de edad, desde la "Quinta del 35´" a la "Quinta del 42´".
Incluyo también los nombres de sus padres y hermanos en el orden de nacimiento dentro.
1ª Fila (superior)
1.- Fidel Sánchez Amieva, era el cuarto hijo de los siete que tuvo Josefa Amieva Cué, “Pepa la de Meré” que vinieron a vivir, una vez viuda, a la casa del tíu Marquinos, lo que hoy se conoce como la casa de Oliva Parres, en la Vega los Romeros. (Q.37')
[Hermanos: Rafaela, “Faela”, Benita, Ramón, Fidel, Pedro, “Cacho”, Nati y José, “Joselito”. [Se crió con ellos Jaime, hijo de Benita]
2.- Ramón Junco Fernández, apodado “El Guaje” por haber vivido en la cuenca minera con sus padres, Mariano Junco, “El Rápido”, y María Fernández, hija de la tía Adela. Vinieron a vivir en una casa que había en el huerto perteneciente a la casa de Benigna y Ramón, padres de don D. Ramón Sobrino de la Vega, “Monchu”, en el barrio de La Casona. (Q.37)
[Hermanos: Ramón, Conchita, Daniel, ...]
3.- Ángel Castro Pérez, “Castro”, de Ruperto y de Segunda, y criado por su abuela en Cuetupuñu. (Q.37)
4.- Manuel Fernández Sobrino, “Rúa”, hijo de Florentina Sobrino Tamés, de Porrúa y de David Fernández, (hijo de tía Fausta del barrio de La Concha) (Q.37´)
5.- Antonio Sobrino Noriega, “Plus”, hijo de Wenceslao Sobrino y Modesta Noriega del barrio de Pedrujerrín. (Q.38´)
[Hermana: Modestina, “La Sacristana”, Tino y Antonio]
6.- Pedro Gómez Pando, apodado como “Corta el viento”, por la canción “Mi jaca” que estaba de moda, era vecino de la casa La Tinuta, en el barrio de La Campa. Marchó de camarero a Madrid. (Q.38´)
[Hermanos: Sidro, Carmen, José Ramón, “Pandón, José Antonio, “Pandín”, Pedro y Francisco]
7.- Miguel Ángel Junco Pérez, más conocido como “Milín” diminutivo con que le llamaban sus padres, Ángel Junco Romano y María Jesusa Pérez Romano, vecinos del barrio La Concha. Sirvió con La República. (Q.38´)
[Hermanos: Manuel, “Hacha”, Miguel Ángel y Avelino, “Chato”]
8.- Jesús González Gutiérrez, primero de los diez hijos de Santos González Cué y María Gutiérrez González, “María la de Félix”. Con el ejército de la República lo licenciaron por causa de la vista, pero al entrar los nacionales lo llevaron obligado a un Batallón de Trabajadores en Valencia y Alicante. (Q.38´)
[Hermanos: Jesús, Santiago, “Taro”, Eduardo, Ramón, “Puertas”, Francisco, “Paco”, Piadosa, Hilda, Saturno, Félix y José, “Pepón”]
9.- Severino Sánchez de la Vega, undécimo hijo de los doce que tuvieron David “de Cospechu” y Teresa de la Vega en el barrio de Tamés. Se fue voluntario con la República y regresó herido. Marchó voluntario a terminar el servicio obligatorio de minero en el pozo “Mosquitera” de Carbayín. (Q.37´)
[Hermanos: Candita, Daniel, Santiago, Carolina, Ramón, Pancho, Herminia, Manuel, Luis, Severino y Tere]
10.- Maximiliano Cerezo González, “Xili”, noveno hijo de los once que tuvieron “tía Lola” González Cué y Damián Cerezo, “Pío”, del barrio de Tresierra. Por estar enfermo, cumplió el servicio militar como Guarnicionero. (Q.38´)
[Hermanos: Juan Antonio, María, Gregorio, “Tejero, Manuel, Eduardo, “Lleña, Carolina, Julia, Santos, Maximiliano, Pedro y Jesús]
11.- José Manuel Fernández Arenas, “Seíno”, hijo de Máximo Fernández, “El tíu Máximo” y la tía Marina Arenas de La Veguca, en La Caleyona. (Q.36)
[Hermanos: Concha, Martín y José]
12.- Enrique Sobrino Mier hijo de Manuel Sobrino, “Lima” y Esperanza Mier, del barrio de Sabugosa. (Q.37´)
13.- Pedro Sánchez Amieva, apodado “Cacho”, quinto hijo de Josefa Amieva Cué, “Pepa la de Meré”, de la Vega los Romeros. (Q.41´)
[Hermanos: Rafaela, “Faela, Benita, Ramón, Fidel, Pedro, “Cacho, Nati y José, “Joselito. Se crió con ellos Jaime, hijo de Benita]
14.- Pedro Cerezo González, décimo hijo de los once que tuvieron Damián Cerezo y Lola González Cué, del barrio Tresierra. Se fue voluntario con la División Azul. (Q.41´)
[Hermanos: Juan Antonio, María, Gregorio, “Tejero”, Manuel, Eduardo, “Lleña”, Carolina, Julia, Santos, Maximiliano, “Xili”, Pedro y Jesús, “Chucho”]
15.- Santos Cerezo González, octavo hijo de Lola González Cué y Damían Cerezo, del barrio de Tresierra. Murió en el frente de Oviedo, defendiendo La República. (Q.37´)
[Hermanos: Juan Antonio, María, Gregorio, “Tejero”, Manuel, Eduardo, “Lleña”, Carolina, Julia, Santos, Maximiliano, “Xili”, Pedro y Jesús, “Chucho”]
16.- Wences Sobrino Junco, hijo de Concha Sobrino, nacido en el barrio La Caleyona y casado con Concha Fernández Arenas, de la casa de La Veguca. Hizo el servicio militar con la República. (Q.36´)
2ª fila
17.-Santos Junco Noriega, hijo de Juanito Junco y de Socorro Noriega González, nacido en el barrio de Tamés. Sirvió en Caballería en Valladolid y regresó enfermo a casa sin acabar el servicio militar. (Q.41')
[Hermanos: Mª Jesús, Santos, Antonio, “Tonio”, Modestina y Narciso, “Chicho”]
18.- Ángel Vidal Sotres hijo de Tanis del barrio de Don Diego. Era primo de Ramón Vidal Sotres, “Pilón”. No hizo el servicio militar por estar enfermo. (Q.41´)
[Hermanos: Manuel, Lola y Ángel]
19.- Marcelino Sánchez Junco, conocido como “El Rubio”, hijo de Consuelo “la Rubia”, hija a su vez de la tía Dominica en la casa del barrio El Colláu. Se fue voluntario con la República y cuando acabó la guerra se exilió en Francia, donde apoyó al grupo de resistencia tras los Pirineos y posteriormente tuvo que ingeniárselas para que los franceses no lo llevasen a los campos de concentración donde tantos republicanos acabaron sus vidas. Abiertas las fronteras de España, regresó de visita a la familia de sus primos de Tamés. (Q.40´)
20.- Luis Sánchez de la Vega, décimo hijo de los doce que tuvieron David Sánchez de Cospechu y Teresa de la Vega, nacido en el barrio de Tamés. Fue voluntario con la República, por lo que estuvo escondido un tiempo con la entrada de los nacionales en el desván y que gracias a la bien reconocida simpatía a la rebelión militar de su padrino de pila, pasó desapercibido el tiempo que las tropas estuvieron por el pueblo. (Q.36´)
[Hermanos: Candita, Daniel, Santiago, Carolina, Ramón, Pancho, Herminia, Manuel, Luis, Severino y Tere]
21.- Salvador García Noriega, hijo de Antonio, mecánico y chófer de la familia Escandón que tuvo un taller en la calle la Concepción y de Francisca la de la tía Tomasa, hermana de Modesta. (Q.37´)
[Hermanos: Conchita y Salvador]
22.- Manuel Mijares Galguera, hijo de Fernando y de Rosa, y criado por su tía Marica Mijares, del barrio de Tamés. Tuvo que ir obligado a la Legión. (Q. 35´)
[Hermanos: Manuel, Ángel y Fernando]
23.- Juan Gutiérrez González, hijo de Pepa González Cué y de Félix Gutiérrez de la Vega. Murió en el frente de Bilbao, voluntario con La República. (Q.37´)
[Hermanos: María Jesús Martina, Eduardo, Saturno, Ramón, Gloria y Francisco, “Paco”; Fernando, “El Grillu”]
3ª fila
24.- Santiago González Gutiérrez, “Taro”, segundo hijo de Santos González Cué y de María Gutiérrez González, nacido en el barrio de Pedrujerrín. Requisado por las tropas nacionales, junto con otros vecinos para bajar muertos del frente La Tornería, sin cumplir los dieciocho años. Fue mandado al campo de concentración “La Vidriera” de Avilés donde permaneció preso hasta que fue avalado por D. José María Fernández, el último maestro que le dio clases en la escuela de Parres, sin que nadie se lo hubiese solicitado, a consecuencia de lo cual, fue enviado al frente con dieciocho años y acabada la guerra a permanecer un total de seis años y medio de servicio militar. (Q.40´)
[Hermanos: Jesús, Santiago, Eduardo, Ramón, “Puertas”, Francisco, “Paco”, Piadosa, Hilda, Saturno, Félix y José, “Pepón”]
25.- Antonio Sobrino Gutiérrez, “Tonín de la Covaya”, hijo de Antonio Sobrino Arenas y de Isaura Gutiérrez de la Vega, “La Melliza”. Marchó voluntario a la guerra donde murió. (Q.40´)
26.- Juan Luis González y González, hijo de José González Cué y de Ana González Mendoza, “Anita la del Maestru”. Murió en el frente del Ebro. Su hermano Francisco vino a estar con los padres unos días para darles consuelo. Al poco tiempo de regresar al acuartelamiento, una bomba acabó también con su vida. (Q.40´)
[Hermanos: Francisco, “Paco”, Felisa, Juan Luis, Ángel, “Óscar”, y Eduardo, “Pachu”]
27.- Ángel González y González, más conocido como “Óscar”, hijo de José González Cué y de Ana González Mendoza, “Anita la del Maestru”, hermano del anterior. Perdió la vida en el campanario, al explotar los cohetes, el día de la Sacramental.. (Q.42´)
[Hermanos: Francisco, “Paco”, Felisa, Juan Luis, Ángel y Eduardo, “Pachu”]
28.- Rogelio Fernández González, hijo de Aurora González Berbes, “Aurora la de los Carriles” y de Manuel Fernández, “Manuel de Jacinto”, de la Casería Santa Marina. (Q.38´)
[Hermanos: Rogelio, Josefa, Sarita, Carmen, Manuel, Jacinto y Genaro]
29.- Juan Fernández Gutiérrez, “Juanín de Vitorina”, hijo de Juan Fernández Quiroga, “Juanito el Gallegu” y de Vitorina Gutiérrez Santoveña, del barrio del Colláu. (Q.37´)
[Hermanos: Marcial, Fernando, “Venas”, Teresa, Lisa, (Ester, ¿...?), Isaura, “Visu”, Juan, Mónica, Gregoria, “Goyu”, Lola, y Fifi]


Esta nota refleja a las claras los sufrimientos producidos con el paso de la guerra por las callejas y verdes praderas del pueblo de Parres, rompiendo la calma de la aldea a la que algunos nunca más regresaron y en el corazón de sus padres que los perdieron para siempre.
Eran gente humilde, basta con fijarse en sus vestimentas, en contraste, en cambio, con la alegría reflejada en sus caras de niños, quizás algunos, extrañados por la acción de la cámara que los inmortalizó para nosotros. Aún en el año 1926, aproximadamente, de la toma de la foto, no se les pasaba por la imaginación lo que la vida les depararía de tragedia, llegada diez años después a caballo con “El Quinto Jinete”.

Sirva de homenaje a todos ellos pasado el tiempo, sin odios, sin rencores, pero sin olvido pues dieron su vida por su ideal. Forman parte de la Historia de esta España, aunque no haya lápida que lo recuerde, ni tierra para alguno de ellos donde descansen por siempre.