“El
sol se ponía tras las montañas y dejaba el valle a solas con la
noche. Era el día señalado. Los dioses célticos vendrían, como
todos los años, a recoger el tributo que las tribus asentadas a lo
largo del Valle, tenían pactado con ellos.”
Sería
imposible elegir un lugar estratégico mejor destinado al encuentro.
Por un estrecho sendero, se alcanza la cima de la majestuosa Peña
que dio nombre, en las generaciones sucesivas, al valle. Al final del
sendero, se accede a un llano desde el que se controlan
estratégicamente las laderas accesibles del sur, por donde cabría
la posibilidad de un ataque sorpresa.”
El
nombre de Peñamellera no proviene de otro vocablo que aquél que
hace alusión al principal producto que allí abunda: la miel.
Voces
bien autorizadas en el estudio de las lenguas y el habla del lugar
podrán corroborar que se trata de la evolución de los vocablos Peña
+ Mier que generó Peña de Mier > Peñamierera > Peñamellera.
Al
oeste de esta peña, abajo en la margen derecha del Cares, se asienta
un poblado denominado Mier, a la sombra de ella.
Pero
resulta más convincente y apropiado al tema que nos ocupa la
generación siguiente: Peñamielera > Peñamellera,
dando
así al término una procedencia más antigua y explican, quizás, la
existencia del patronímico Melero que abunda en la zona y que hace
referencia clara al oficio de recolectores y productores de tan rico
alimento.
“Dos
hileras de animales de carga subían por el citado sendero que
procedían, la una, del Este y la otra del Oeste, en dirección a la
cima de la Peña, con paso cansino, pero sin pausas, portando a lomos
los productos más variados: pescados ahumados de río, tinajas de
oscura miel de brezo y tilo, cestos de polen amarillo, anaranjado,
pero, sobre todo, odres de hidromiel y sacos de alfajor, verdadera
exquisitez para el paladar.
Aquellos
guerreros de torva mirada, sedientos de sangre en cientos de
batallas, se calmaban con aquel pago que ninguna tribu mejor
producía.”
La
religión que profesaban nos fue detallada por los godos que contaban
cómo fue Odín su propulsor. Jefe de la Tribu Escitia llegó a
subyugar, de igual forma, a toda la Europa Septentrional.
En
el singular paraíso que Odín describió a sus guerreros se contaba
con suculentas comidas de carne de jabalí, regadas con la hidromiel,
bebida que lograban por fermentación y de golpeado espumoso y
embriagante. Era el claro antecesor de la cerveza. La escanciaban en
los cráneos de los enemigos abatidos en el combate. Para celebrar la
victoria, qué mejor celebración que un magnífico festín a la
sombra de los tilos mientras tenían como espectáculo el baile de
las bellas y voluptuosas vírgenes que la servían en medio de
cánticos.
“El
alfajor era, sin embargo, una aportación exclusiva de los habitantes
de aquel Valle que lo producían desde tiempo inmemorial. Era el
alimento por excelencia, de fácil conservación y que los pastores
llevaban en sus zurrones al monte donde pasaban una jornada o varias
pastoreando sus ganados y que acompañaba a la rica leche de cabra.
Su elaboración era a base de la harina de centeno, mijo y trigo,
miel de tilo y levadura. Tenían formas diversas y el logrado sabor
dependía de otros ingredientes que cada familia sabía dar a las de
consumo propio. Así unos tenían sabor a anís, membrillo, jengibre,
comino o hinojo. Todas las hierbas aromáticas
del alfajor colaboraban en la buena digestión de las carnes a las
que acompañaba.
Otro
producto de esta excelsa tierra era la jalea real que junto con la
miel y el polen constituían preciados medicamentos que se guardaban
en cada casa en frescos tarros de barro cocido.
Después
de la copiosa comida, los jóvenes del Valle, deleitaban a los
egregios visitantes con un hermoso juego en el que se probaba la
destreza y la fuerza de los participantes.
Consistía
este singular juego en lanzar unas pesadas bolas doradas desde un
punto colocado a unos diez metros de una plantilla de nueve troncos
de abedul, bellamente tallados y convenientemente alineados y
formando un cuadrado perfecto sobre un fondo de arena limpia de
guijarros y a los que había que derribar.”
-Con
el andar de los siglos, esta leyenda de las bolas de oro aún perdura
en lugares como el citado de Peñamellera y en las de Picu Castiellu
frente a Soberrón.
En
ambas partes, se tiene esta leyenda de que las gentes que las
guardaban desde aquellos tiempos narrados, las lanzaron por una sima
para que, con la invasión árabe, no fueran llevados en su
conquista.
Esta
leyenda se me ocurrió en una tarde cualquiera de un día cualquiera
al contemplar la Pica Peñamellera, circulando desde la carretera a
su paso por el pueblo de El Mazu, una extraña y algodonosa nube la
ocultaba a mi vista.
“Hay
quien cuenta haber visto, iluminados por los destellos de Thor, en
una noche de crudo invierno, las figuras adustas de los guerreros,
silueteadas en el cielo de luna llena.”
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