Nuestra idea primera era viajar a Alemania, animados por Ramón Amieva Sánchez que contaba ayudarnos a buscar trabajo una vez llegados allá.
En Hendaya antes de hacer trasbordo de tren, nos sentamos en un prado a dar cuenta de las provisiones que llevábamos desde casa en una bolsa de tela: huevos cocidos, una barra de salchichón, un queso curado y restos de la tortilla que aún quedaban en la fiambrera.
En nuestras respectivas maletas de cartón llevábamos poco más que un par de mudas de la ropa interior, varios pares de calcetines, dos o tres camisas, un jersey, una vieja gabardina, una bufanda y varios pañuelos. En el bolsillo, sujeto con un imperdible la cartera donde iba el carnet y el papel de emigración que debíamos presentar en las aduanas de los países por los que fuésemos pasando. Apenas unos billetes sisados de las jornadas de todo el año con la siega, la plantación y corta de bosques y otras tareas así, que al cambiarlos en las respectivas aduanas, fueron menguando, por el escaso valor de nuestra peseta con las monedas extranjeras.
Los altavoces de la cercana estación ferroviaria avisaron de la próxima salida del tren. No pudimos terminar con tranquilidad aquella improvisada comida campestre. Antes de tomar el tren, conocimos a otros paisanos de distintas localidades, tanto asturianas como de otras provincias, que llevaban como destino Ginebra en Suiza. Por lo que nos contaron en el tiempo de espera para la salida, notamos que las ventajas suyas con respecto al trabajo que les esperaba, eran superiores a las que a nosotros nos habían hablado de Alemania. No lo pensamos mucho ni nada y sobre la marcha decidimos modificar nuestro destino y les seguimos al andén en cuyo tablero ponía: Génève.
Una vez llegados a la estación de Kornavin, en Ginebra, nos bajamos. Allí había dos agentes de emigración que en casi perfecto español preguntaron quiénes iban de España con destino a Suiza. Varios viajeros nos acercamos con cierto recelo, mientras éramos atentamente observados por ellos. Nos mandaron acompañarles. Uno de aquellos agentes, especie de policía secreta, abrió paso a la comitiva en tanto que su compañero cerraba la marcha tras nosotros. Bajamos las anchas escaleras y nos llevaron a un local donde una chica, que también hablaba a la perfección nuestra lengua, pues era claramente española, o al menos eso me pareció, se encargó de anotar todos los datos personales que nos preguntó y quiso también saber cuál era nuestra especialidad de trabajo u oficio en España.
Llevábamos bien aprendida la lección. Tata nos había encomendado que en Alemania dijéramos que éramos hoteleros, porque era un trabajo llevadero, pero que por nada del mundo se nos ocurriera decir ganaderos o agricultores. Cuando al fin me tocó a mí decir el oficio, dije también hotelero, sin saber ni por lo más remoto en qué consistía aquel trabajo. Como los que me precedieron ya habían dicho lo mismo, a la chica le escamó que fuese demasiada coincidencia que todos tuviésemos un hotel en España. Nos dijo no haber más plazas de hoteleros. Así es que, sin otra posibilidad de elección, me ofreció un trabajo en el campo que acepté sin rechistar y hasta con agrado, porque de ese trabajo yo estaba seguro de saber bastante. Y lo cierto es que no me fue nada mal en aquel mi primer destino. Nadie pretendía otra cosa, por supuesto, más que mejorar en lo laboral y a fe que lo conseguí de buenas a primeras.
La chica hizo unas cuantas llamadas por teléfono y en cuestión de pocos minutos se presentaron otros hombres que habrían de ser nuestros patrones. Los dos compañeros que pasaron delante de mí fueron destinados a sendos hoteles. A mí, en cambio, me llevaron destinado a una explotación agrícola en la que por temporada del año me dedicarían a la plantación intensiva de lechugas. Al que me seguía en la espera, el cuarto de nuestro grupo de vecinos le vino a recoger su patrón, que era extremadamente alto y con aspecto de boxeador. El pobre fue llevado a una granja donde se criaba una piara de más de un centenar de orondas cochinas. Su trabajo consistió en cebarlas y bañarlas hasta dejarlas como patenas. A Manuel no le gustaban para nada aquella compañía, incluida la del patrón con el que no hubo manera de entenderse ni por señas, pero mucho menos la presencia del enorme berrón al que tuvo que acabar lavando su propio dueño.
Para la merienda le daban, la mayoría de las veces, un bocadillo de tocino que al estómago de Manuel no le sentaba nada bien tanta grasa. Al menos, contaba él, si estuviese entreverado de jamón y frito en la sartén, sería otro cantar. Y se le hacía la boca agua contándolo y recordando el olor y el sabor de los torreznos, picadillo y turrullos que a partir del san Martín, en los fríos días del invierno, desayunaba en Coxiguero. Así con esas palabras se lo explicaba a su patrón. Pero aquel hombrón, por más gestos que le hacía apretando el estómago, no le entendía o no quería entenderlo.
Ya cansado de dar inútiles explicaciones con palabras y mímica, hizo caso a un compañero suyo gallego y que, por llevar más tiempo allí, conocía de sobra la tozudez del suizo, que le aconsejó poner en práctica una solución que le dio.
Cuando al día siguiente llegó el amo con el odiado bocadillo de tocino, Manuel sacó de entre el pan el grasiento tocino y se fue con él a dar lustre a las botas de piel vuelta que había dejado en un altillo fuera del alcance de los gorrinos.
Fue la única manera de hacer comprender al terco y ruin patrón la ruindad del almuerzo con que le alimentaba, en clara desventaja con el cuidado que les daba a los animales.
El hombretón marchó de allí corrido, mascullando improperios en su lengua suiza. No era a encajar el golpe que le acababa de propinar en su dignidad aquel hombrecillo de habla incompresible y gestos nerviosos que había traído hacía tan sólo una semana de la estación de Kornavín; y que según le había dicho la encargada de la oficina de empleo, sería el obrero ideal, pues venía de una de las regiones más humilde de aquel país ocupado aún en superar los desastres sociales y económicos producidos por efecto de una guerra civil.
Para la merienda le daban, la mayoría de las veces, un bocadillo de tocino que al estómago de Manuel no le sentaba nada bien tanta grasa. Al menos, contaba él, si estuviese entreverado de jamón y frito en la sartén, sería otro cantar. Y se le hacía la boca agua contándolo y recordando el olor y el sabor de los torreznos, picadillo y turrullos que a partir del san Martín, en los fríos días del invierno, desayunaba en Coxiguero. Así con esas palabras se lo explicaba a su patrón. Pero aquel hombrón, por más gestos que le hacía apretando el estómago, no le entendía o no quería entenderlo.
Ya cansado de dar inútiles explicaciones con palabras y mímica, hizo caso a un compañero suyo gallego y que, por llevar más tiempo allí, conocía de sobra la tozudez del suizo, que le aconsejó poner en práctica una solución que le dio.
Cuando al día siguiente llegó el amo con el odiado bocadillo de tocino, Manuel sacó de entre el pan el grasiento tocino y se fue con él a dar lustre a las botas de piel vuelta que había dejado en un altillo fuera del alcance de los gorrinos.
Fue la única manera de hacer comprender al terco y ruin patrón la ruindad del almuerzo con que le alimentaba, en clara desventaja con el cuidado que les daba a los animales.
El hombretón marchó de allí corrido, mascullando improperios en su lengua suiza. No era a encajar el golpe que le acababa de propinar en su dignidad aquel hombrecillo de habla incompresible y gestos nerviosos que había traído hacía tan sólo una semana de la estación de Kornavín; y que según le había dicho la encargada de la oficina de empleo, sería el obrero ideal, pues venía de una de las regiones más humilde de aquel país ocupado aún en superar los desastres sociales y económicos producidos por efecto de una guerra civil.
En las casas de la aldea, por la matanza del cerdo, se guardaba el meano del gochu unido a una pieza de tozín, colgado de la viga de la cuadra. Se usaba con la llegada del mal tiempo, para embadurnar la azufra, la cincha, la cabezada, el collarón, el sillín, la retranca y el resto de cueros de los aperos de las vacas de tiro como el sobéu, las mullidas, las sogas o los collares de las campanillas y así se preservaban del deterioro con la humedad. Idéntico tratamiento se les daba a las botas de cuero o lona para protegerlas de la abrasiva acción de la rosada, la lluvia o la nevada.
Se podrían contar centenares de anécdotas como ésta que el recuerdo va disipando de la memoria de quienes las vivimos. Los sufrimientos de los pioneros de la emigración no siempre fueron compensados por el éxito. No es el caso de quien me cuenta estas anécdotas, pues supo adaptarse y llevar los ojos bien abiertos ante el progreso que encontró. Otros, no pudiendo soportarlo, dieron la vuelta casi de inmediato. Hoy no son más que gratos recuerdos aquellos esfuerzos echados en la adaptación para quienes el mundo se reducía a un corto radio de acción y en una cultura y economía diametralmente opuesta a la suya.
Había sido llevado, como dije, de empleado a una granja de cultivos, en especial el de la lechuga en todas las temporadas. Era digno de ver cómo se llevaba a cabo.
Se empezaba por arar con tractor una extensa parcela a la que se le añadía el abono químico antes de pasar el rotobato que dejaba aquellas tierras tan finas y sueltas como las arenas de la playa. Después se las compactaba con un rodillo. Toda la mecanización que a partir de entonces fui viendo me atrajo y yo lo anotaba con admiración. Representaba todo una novedad, ya que suponía gran avance con respecto a la que usaba en mis labores.
Eran años luz del viejo arado, rastru, salladora y de la sembradora que en la mayoría de las casas, aún no habían logrado desplazar a la azada y al rastrillu; tan sólo en aquéllas en las que la hacienda era más rica.
“Algún día, soñaba yo, volveré a mi tierra, si las cosas me salen bien aquí, y tendré mi propio tractor con todos estos aperos nuevos”.
Después de preparado el suelo, se echaba una línea a lo largo del campo y se pasaba una especie de pradera enorme de dientes separados a la distancia de plantación para marcar las líneas a lo ancho y largo de la finca. Nosotros íbamos colocando los plantones de lechugas en los puntos coincidentes de las cuadrículas. Con un espito de hierro hacíamos los hoyos y tapábamos con tierra la pequeña raíz. Detrás iba el dueño comprobando que quedasen convenientemente sujetas al suelo.
Aún sin comprender nada del idioma, acabamos haciendo lo que se nos pedía a la perfección. No era un trabajo duro, pero así y todo era cansado por tener que agacharse y levantarse para colocar tantos cientos de plantones de hortalizas de todas las clases. Después de acabados varios riegos que llevábamos a la par entre todos, nos parábamos a liar un pitillo con el tabaco de la petaca y el librillo de papel.
Al cabo del día eran bastantes las paradas técnicas y muchas más las lechugas que dejábamos por plantar. El patrón, que nos veía hacer esos continuos descansos sin decirnos nunca nada, una vez terminada la jornada, nos fue preguntando uno por uno el número de cigarrillos que hacíamos durante el trabajo. Cada uno de nosotros le fue diciendo la cantidad de cajetillas, en cuyo recuento creo que conscientes todos del problema que podría venir aparejado, bajamos la cantidad por miedo a que nos alargara la jornada para recuperar el tiempo perdido en liar el tabaco.
Al cabo del día eran bastantes las paradas técnicas y muchas más las lechugas que dejábamos por plantar. El patrón, que nos veía hacer esos continuos descansos sin decirnos nunca nada, una vez terminada la jornada, nos fue preguntando uno por uno el número de cigarrillos que hacíamos durante el trabajo. Cada uno de nosotros le fue diciendo la cantidad de cajetillas, en cuyo recuento creo que conscientes todos del problema que podría venir aparejado, bajamos la cantidad por miedo a que nos alargara la jornada para recuperar el tiempo perdido en liar el tabaco.
Al comenzar la jornada del siguiente lunes, antes de que nos fuéramos a nuestros respectivos puestos de trabajo, vimos llegar al patrón con una bolsa de la que nos fue dando a cada uno las cajetillas que había declarado para la jornada. Este detalle por parte del patrón me pareció toda una muestra de bondad y supuse en mi inocencia que con ello quería demostrar la satisfacción que con nuestra labor sentía y particularmente me sentí enormemente halagado. Incluso este gesto hizo que yo aún me despabilara más en la plantación de las lechugas de la que ya había cogido el tranquilo.
En el descanso del almuerzo me dio por sacar el tema con mis compañeros. Uno de ellos que por llevar allí más tiempo que el resto, conocía a la perfección el carácter suizo, me explicó con un cálculo de lo más elemental que con aquel gesto que a mí me había alucinado, lo que pretendía era evitar perder tiempo en liar el cuarterón, en definitiva ganaba más que perdía aún regalando el cigarrillo ya hecho. El beneficio que sacaba de la venta de lechugas desde entonces, superaba con creces el gasto en la tabacalera.
Esa lección de economía suiza me despertó de mi natural inocencia, pero no por ello dejé de sentirme muy a gusto en mi primer empleo durante la emigración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario