VIAJE DE RECUERDO (I)
Toledo
A veces, me cuesta arrancar con un escrito y no es porque me canse hacerlo, todo lo contrario: me encanta. Y la culpa la tenéis quienes me animáis a través de mails o en persona, ya sea como lectores de este semanario o bien de mi blog, El caso es que, rima rimando, ya tengo la entrada.
Hacía tiempo, diríase años, que hablábamos en casa de llevar a mis padres en un viaje hacia tierras alicantinas. Pero, cuando por una cosa, cuando por otra, fue quedando en un proyecto más, de tantos que uno se va haciendo a lo largo de la vida, hasta que llegó el momento. Creo que las cosas vienen dadas así.
No elegimos Alicante como zona turística, ni de playa, como suele hacer la mayoría, porque tenemos playas suficientes no tan lejos de casa, que en nada tienen que envidiar a aquéllas. Nuestro objetivo no era otro que hacer vivir a mi padre y vivir con él, por supuesto, la experiencia de un viaje soñado desde hace setenta años.
No le habré yo escuchado menos de cien citas en sus conversaciones referidas a esa tierra donde permaneció, una vez acabada la guerra, casi cuatro años, a la espera de que le devolvieran a su casa, con los suyos y reanudar su propia vida.
Le fuimos madurando la idea un tiempo hasta que, sinceramente, nos maduró también la nuestra. Había que esperar al momento adecuado y fue éste de la semana en que viajaron a Londres los alumnos de 4º del IES y, con ellos, nuestra hija Elisa. Guillermo estudia en Santander y Ramón en Oviedo y hace las prácticas en Gijón. Sin otras preocupaciones, pues las gallinas y el gato quedaron a cargo de la amable atención de los vecinos, fuimos de lunes, tras despedir a Elisa en el autobús, a Parres a por mi padre.
Lo noté nervioso, como a Elisa la noche anterior de emprender el viaje. Confesó que apenas había podido conciliar el sueño. A pie de furgoneta, nos enteraron de la gravedad de salud de Mª del Carmen Robredo Sobrino. Recordé la preciosa sonrisa que me dedicó cuando nos presentó en Santa Marina, su madre. No sólo por ser la esposa de José Luis Gutiérrez, primo carnal de mi padre, sino por ser hija de Fernando y Maruja a quienes mi padre guarda gran afecto y cariño, sé que al arrancar de la Bolerina, había en su ánimo una extraña mezcolanza de tristeza y alegría, y en el nuestro también.
Desde su asiento de copiloto fue anotando, pueblo a pueblo, todos los que le decíamos de importancia que íbamos dejando atrás, a partir de Reinosa. Allí el paisaje fue cambiando paulatinamente, aunque por la época en que estamos, los trigales estaban verdes y, salvo las llanuras, nada indicaba que rodábamos hacia la Meseta: Aguilar de Campó, Palencia, Valladolid, Tordesillas, Medina del Campo, Arévalo, Guadarrama, y nos metimos a la periférica oeste de la capital del Reino hasta Illescas para continuar a Toledo.
En el trayecto nuestra vista se fue adaptando a las inmensas planicies cultivadas de trigo, viñedos y campos donde se iban alternando las encinas con los olivos. No pude por menos de recitar en alto los desvahídos versos que quedaron en mi memoria de estudiante, de las clases de mi profesor de Lengua, D. Jesús Neira Martínez en las aulas de Magisterio:
¡Encinares castellanos/ en laderas y altozanos,/ serrijones y colinas/ llenos de oscura maleza/, encinas, pardas encinas,/ humildad y fortaleza!/
Bien descansados en "El Doménico" del largo viaje molidos, vemos desde el cerro en el que se levanta este hotel, hecho exclusivamente de ladrillos macizos mozárabes, en panorámica, la ciudad. En sus jardines abundan, junto a granados, acacias y algarrobos, los viejos olivos que aún dejan caer sus negros frutos de estéril semilla en yerto campo. Nacen renuevos de sus tallos mutilados y racimos de nuevas flores en sus ramas. Al pie de ellos, las matas de espliego, tomillo y romero perfuman el seco aire de la noche. Mientras, damos sosiego también al cuerpo antes de acostarnos, descubro a Marte en el cielo totalmente despejado. Sin embargo nos llegan noticias del tiempo pasado por agua en que dejamos a nuestro terruño.
Por la mañana, de la terraza a la habitación, entre los cortinajes, entra el frescor del campo de olivos. Nos damos prisa, para bajar al desayuno. Mi padre, siempre madrugador nos espera sentado en el vestíbulo de los pasillos, al pie del ascensor. No le fue fácil usar la tarjeta en lugar de la llave, pero a pesar de la edad, aprende rápido y nada mejor que sacarle alguna vez de su entorno habitual.
En el comedor, se dan nuevas experiencias para él. Tiene que servirse el zumo, la leche y el café de la máquina y usar la bandeja para llevar a la mesa lo que apetezca. A veces, "lleva más el güeyu que el butiellu", pero todo tiene su arreglo, el día es largo y hay que continuar viaje a nuestro destino propuesto.
Nos despedimos del amable personal de recepción y del retrato de Domenikos Theotokopoulos, más conocido como "El Greco", (1541-1614), que preside la entrada del hotel al que da nombre.
Salimos con cierta pena, pues no podemos saber lo que nos espera en la próxima parada, sólo sospechamos que nada lo puede igualar tan siquiera.
Abajo, encajonado va el río Tajo y desde uno de sus miradores, lo veo rodeando la colina donde se asienta la ciudad como si de un foso de castillo se tratase. En ambas riberas, hay muchas ruinas de aceñas que abastecían de harina a la ciudad.
Aparcamos no cerca del centro y subimos por estrechas callejas aún adoquinadas, hasta la cumbre donde se concentra la parte antigua. Algunos edificios parecen saludarse con sus tejados rompiendo así la perspectiva. En una de las entradas de la catedral, charlo con dos peones de la construcción sobre los materiales empleados que asisten a un albañil sobre la cornisa del tejado. Las tejas las sujetan con barro y la arena del mortero para las piedras es de grano grueso. Me asomo al interior del templo hasta donde se permite sin pagar entrada. Desisto de sacar fotos a los dos órganos que diviso desde ese ala. Un cartel me lo prohibe. Sólo se nos permite acceder a orar en una capilla protegida por celosía de hierro. Una mujer echa moneda en un cepo y enciende una vela antes de entrar en ella y arrodillarse. Al otro lado de las vallas, vigilados por guardias de seguridad, los turistas de pago hacen todas las fotos que les da la gana y nadie les dice nada. En uno de los altares secundarios se oficia misa. Salgo después de hacer mi silenciosa reflexión y vuelvo a hablar con mis compañeros de oficio. Conocen Asturias y les propongo el trato de cambiar su vino por nuestra sidra. Acceden, en broma, claro, y nos damos la mano de despedida.
En la vieja Tolletum se codean todas las culturas y religiones. Nos cautivaron sus calles, sus gentes, su clima y, por qué no, el helado de nata que pedimos en una de las terrazas de la plaza, mientras descansábamos antes de animarnos a ver el Museo de la Guerra. Aunque al principio me mostraba reacio a visitarlo, por el halo que cubrió durante medio siglo de victorismo al sitio donde se ubica, pensé que no podía perder esa ocasión.
VIAJE DE RECUERDO 1I
Alicante
Haciendo gala de la manifiesta edad de mi padre y de mi tarjeta de jubilado, aquí sí pudimos pasar gratuitamente tras ser chequeados en el arco magnético. Sonrió el policía cuando al sonar la alarma le dije a mi padre, si no llevaría acaso consigo la navaja. Efectivamente así era, pero ¿quién, en Toledo, no compra una navaja? Así de bien pertrechados, los dos solos caminamos por las instalaciones del Museo, en los bajos de El Alcázar, donde pudimos ver desde una azagaya del paleolítico, pasando por las picas y lanzas de los ejércitos enviados a Flandes, hasta el moderno equipamiento del soldado en Afganistán.
Mientras tanto, Bari recorrió parte de la ciudad y entró en otros museos, menos bélicos. Es imposible verlo todo en una mañana y hay que elegir. La esperamos sentados de nuevo en la plaza.
Era mucho el calor, y sin embargo la sensación térmica lo hacía soportable, debido a la sequedad de la Meseta, para nosotros, acostumbrados a la humedad del Cantábrico mar. No obstante, usan de pulverizar con finas gotas, como de neblina, las terrazas, incorporando un olor artificial en el aire. Me dio por tapar el helado con un folleto; no me hacía gracia tomarlo bendecido con sabe dios qué química. Me distraigo mirando la gente pasar a nuestro lado. Una japonesita toma en la mesa cercana una jarra de sangría. No hay mucha gente y quedan todavía muchas mesas libres. Tengo que pedir un agua y pagarla a precio de oro, si queremos permanecer sentados, aunque estemos tomando el helado comprado dentro en el establecimiento. Entiendo que la chica, Simona, nos cobre, quizás a ella le paguen el extra de la terraza. Se disculpa, la disculpo y me trae la botella del agua del Tajo, a precio del vino de la Sagra.
Desandamos el camino de vuelta al coche, aparcado al pie del convento de Santa Catalina, tratando de ir por callejas aún sin recorrer. Hubo que bajar lo subido, entreteniéndonos en ver aquí y allí múltiples establecimientos de recuerdos que llevar, en los que no falta una "Tizona" o una "Colada", las mismas que se pueden encontrar en Burgos. De paso, merco una navaja toledana, como recuerdo material. Ya en el automóvil, el laberinto de calles nos lleva por obligación de las señales a salir del casco antiguo de la ciudad, por la vieja Puerta de la Bisagra. Según la etimología, se deriva de la referencia, en épocas pretéritas, a la diosa Ceres, por el campo de cultivo de cereales que la abastecían y los múltiples restos de aceñas que se conservan cabe el río. Así es que pudiera venir en este sentido, y en esto los autores no se ponen de acuerdo, del latín Vía Sacra como del árabe Bib-xacra que quiere decir 'puerta del campo' o del posterior mozárabe Bab Chacra, 'puerta bermeja', en alusión tanto al color de los ladrillos del dintel de la puerta como del rojizo campo que desde ella se debió divisar donde ahora sólo hay edificios.
Con nosotros queda el recuerdo sentimental cuando discurrimos por las rojas tierras toledanas. No nos hubiera costado mucho quedarnos aquí todo el tiempo disponible para el viaje, pero continuamos y por no alargarlo más de lo debido, rodamos hacia Aranjuez, para seguirlo por Ocaña, Quintanar de la Orden a Mota del Cuervo. Pasamos Las Pedroñeras hacia Albacete. Nos es imposible parar en todos los pueblos de nombres tan sonados. Chinchilla del Monte Aragón, Bonete y Almansa de los más notables. A pocos kilómetros, un cartel anuncia el desvío por Alicante, de la autopista a Valencia. Llegamos a la ciudad de Villena, anteriormente había sido señorío, principado, ducado y marquesado, hasta que el pueblo se rebela contra el marqués que los sojuzga, esto en época de los Reyes Católicos, hasta que Carlos I, su nieto, le concede la carta de ciudad.
Tomamos el desvío a Alicante y salimos a Sax; seguimos por Elda, Novelda antes de entrar, sin darnos cuenta en la misma capital por entre barrios nuevos en zonas industriales. En una pequeña loma, se yergue el esqueleto de una construcción nueva. No es la primera vez que lo vemos, los andamios recogidos, vallados y atado con cadenas, a la espera de mejores tiempos económicos, que los que corren no dan para seguirla. Eso sí, un hotel terminado, atrae con sus carteles luminosos en azul nuestra atención, lo mismo que con sus piscinas y las cinco estrellas de su fachada. No es mucho. El paisaje de los alrededores es un conjunto de obras sin acabar, de talleres, toboganes, puentes y túneles y un ensordecedor tráfico rodado.
Entramos en Alicante. A un lado el paseo de las Palmeras y al otro la mar, el mar de entre tierras: el Mediterráneo. Efectivamente, hay un cartel que indica la entrada al puerto donde está atracado un ferry argelino. Cerca está la Estación de Murcia, pero para mi padre, todo está muy cambiado, no en vano pasaron algo más de setenta años. Los arenales de la playa ahora están ocupados por más viviendas y cercano, el viaducto que sale en dirección a Valencia. ¡Quiénes creerán que van a venir a bañarse a esta playa! Qué pena me da decirlo, con tanta ilusión hecha por las descripciones de mi padre. Por mirar el mar, tomo una vía equivocada que nos aboca a otro arenal, donde unos pescadores, como los que hay en todas las costas, disfrutan colgando sus cañas de las barandillas, mientras escuchan radiado el partido de la tarde por un transistor.
Dimos la vuelta, con rapidez, no fueran a desplomarse los desgarbados edificios con sus abigarradas terrazas de entoldados y sombrillas que los afean aún más, esperando a ser desplegados por sus dueños, en el corto período de descanso estival.
Por suerte, retomamos el desvío conveniente hasta otra zona menos deprimida, donde los chalets cambian de estructura e incluso los apartamentos, aunque algunos también rozan la mediocridad.
Es ya de noche y las luces de los neones me despistan, pero hay poco tráfico y después de unas vueltas innecesarias, damos con nuestro destino y, para nuestro asombro, ya habríamos podido estar en él, de haber conocido el terreno. Pero eso lo descubrimos al día siguiente, a pleno sol.
Sólo teníamos resuello para aparcar, bajar el reducido equipaje y fichar en la entrada del hotel "Mio Cid". Como ya las reservas de la merienda estaban bien agotadas, opinamos irnos a tomar algo afuera, donde habíamos visto un rincón de tapas, nada más quitar los calores con una ducha.
VIAJE DE RECUERDO III
Elche
La noche anterior, después de dejar las cosas en las habitaciones, salimos en busca de algo que tomar y apenas a cien metros del hotel, encontramos unos soportales donde estaban abiertos dos establecimientos pareados. En el más pequeño de los dos, exponían un surtido de tapas. En la cafetería de al lado, servían el café y además estaban los baños. Eran ya pasadas las diez, pero la chica que nos atendió en la barra, no puso inconveniente en servirnos lo que quisiéramos afuera, al fresco de la noche. Varios hombres charlaban en otra mesa colindante y no tardamos nada en compartir conversación, pues el tema que se trataba era el común a los tiempos que corren y porque nos dieron pie a ello. Juan Carlos, que resultó ser el dueño de ambos establecimientos y otros más dentro de los bajos del edificio, nos puso al día en todo, no en vano lleva más de cuarenta años viviendo en Alicante y además, por su oficio de conductor, se conocía de pi a pa todas las rutas, las costumbres y todo el intríngulis de la maltrecha economía de los sectores del transporte y del hostelero. Nos ayudó a plantearnos las dos rutas de los sucesivos días de la visita.
Quiso saber el motivo de ella y le explicamos cómo pretendíamos recorrer en la media de los escasos cinco días que teníamos, aquellos lugares por donde mi padre había caminado durante el período de más de cuatro años que estuvo de servicio militar por estas tierras.
Además, le enseñé una muestra que llevaba del libro, "A los quintos del 40" en el que novelo de forma biográfica episodios narrados por mi padre. Este dato y la edad que le dijimos que tenía el protagonista, logró sorprenderle, como nos diría en el siguiente encuentro con él.
Por la mañana, en la terraza del hotel quedaba apenas una mesa ocupada por una pareja de ingleses; en las demás sólo los vestigios sin recoger de haber estado ocupadas, previa a nuestra entrada. Entre los ramajes del exuberante jardín, amenizaban nuestro desayuno un coro de pajarillos y las madreselvas trepadas a lo alto, embebían con su aroma el aire fresco de la mañana. Unos gatos muraban cerca de la piscina, en tanto que una gata pintada de tres colores, que merodeaba por entre las mesas, se vino a sentar frente a nosotros sin miagar. Me pareció que esperaba un bocado de lo que tomaba y le eché un trozo de bollo mojado en el café con leche. Lo olió, me miró y se fue sin apenas olerlo a la mesa de los británicos que no le hicieron caso alguno, cubiertos parcialmente por las grandes páginas del THE DAILY TELEGRAPH que ojeaban. Un joven sorteó las mesas y las sillas descolocadas en su silla de ruedas. Bajó del somantoa un perrillo de raza incierta y lo ató al palo de la sombrilla más cercana. Pidió un té con leche al camarero que acudió solícito a reterirar de la mesa, los platos y los pocillos de la consumición anterior. Al rato volvió con el servicio: la bolsa de té sobrenadando directamente en el vaso de leche. El chico protestó, pues quería ambas cosas, leche y té, por separado. El camarero que parecía recién extraído de la bolsa del paro, apenas se disculpó y se volvió al bar. Regresó con la demanda, otro camarero, éste con más callo y llena la cara de amplia sonrisa mientras explicaba para los que quisiéramos atender que había personas que lo pedían así, separado, pero otros, en cambio, lo querían directamente disuelto sobre la leche. Observé entre los restos del desayuno de las otras mesas, alimentos que no se encontraban entre los que habíamos podido elegir, salvo unos croissanes, pan para tostar y las consabidas tarritas enanas de mantequilla y mermeladas. Debimos madrugar más.
Tomamos la ruta hacia el centro de la capital. A lo lejos, se veía el Castillo de Santa Bárbara, verdadero hito de nuestra visita, pero había otros pueblos que visitar. Nos prometimos subir hasta la última almena, pero al día siguiente.
Pudimos ver a nuestra derecha, el edificio conocido como "La casa Carbonell", pues en aquellos años debió ser sin duda, un destacado edificio de estilo entre las pequeñas casas del barrio marítimo. A la izquierda, habíamos ya dejado atrás la antigua Estación de Valencia, hoy convertida en museo del tren donde vimos varias unidades de madera en vía muerta. Seguimos paralelos a la avenida y paseo de Las Palmeras y todo El Puerto, primero el de recreo repleto de yates esperando a que lleguen sus dueños para salir al mar, después el mercantil con un par de paquebotes, un dragaminas, una carabela pirata de tres mástiles con las velas arriadas y el conocido emblema ondeando a la suave brisa marina. En un muelle especial, El Ferry, verdadera mole de edificación flotante con las numerosas ventanas que lo rodean
De entre los pueblos que mi padre conoció cuando estuvo aquí siempre destacaba entre todos, dos: Elche y Orihuela, que, en aquellos años, debieron de tener gran importancia ya. Actualmente, el resto de pueblos están superpoblados y fueron para él totalmente desconocidos.
VIAJE DE RECUERDO IV
Elche
Llegamos a Elx al mediodía. Hacía mucho calor y el tráfico era intenso dentro de la ciudad. Logramos aparcar, al fin, a la sombra de unos grandes edificios y caminamos siguiendo las señales y alguna indicación que pedimos a los transeúntes, hacia la entrada de El Huerto del Cura. Sólo por el hecho de ver el agua en los riachuelos y los numerosos estanques que tiene cubiertos de nenúfares en flor, se nos quitó el calor y, pudimos aplacar la sed cuantas veces quisimos en las fuentes del jardín botánico. En algún sitio leí, que en Elche existe la concentración mayor europea, en torno a las 300.000 palmeras censadas.
La Familia Arecaceae incluye alrededor de dos mil ochocientas especies distintas de palmeras, distribuidas por todo el planeta, pero la que predomina en esta tierras es la Phoenix dactylífera, pues fue y es, la base de la economía agrícola de casi todos los países norteafricanos desde Marruecos hasta el Golfo Pérsico junto con otras como el cocotero, Cocos nucífora o la palma del aceite, Elais guineensis. Hay grabados egipcios de más de cinco mil años que lo corroboran.
Las palmeras no son árboles ni, por tanto, tienen tronco sino estipe que es un conjunto de fibras vegetales que las hacen flexibles para soportar los fuertes vientos a que está sometida la zona en caso de temporal.
Algunas llevan grabaciones y carteles con el nombre de algún personaje al que se le dedicó como muestra de agradecimiento al trabajo realizado en bien de la humanidad como el luarqués Dr. Severo Ochoa. En el huerto del capellán José Castaño Sánchez que lo cuidó hasta el año 1918, habrá más de un millar de ejemplares de palmeras, pero también otros árboles como granados, nísperos, almendros, olivos, higueras, naranjos, limoneros, azufaifos, algarrobos y tantos más que harían la lista interminable.
Pero el centro de atención del visitante, es la Palmera Imperial dedicada a la princesa Sissi de Austria, en su visita al huerto allá por el año 1894. Tiene siete vástagos nacidos, no al pie como es común, sino a una altura de dos metros, alimentados del central. Normalmente las palmeras son de pies unisexuados, pero esta palmera presenta una variación que la hace aún más singular, puesto que alternativamente, en períodos de varios años, se van alternando los dos sexos.
Bien descansados por este palmeral cuyo origen fenicio se cree que se remonta a unos dos mil quinientos años, compramos en un puesto de venta, varias tartaletas de higos con almendras y unas cajas de dátiles. Hay mucho para elegir, como sombreros de palma, cestos, variedades de cactus, cerámica y mil otros reclamos para el turista.
Antes de salir, nos despedimos de la réplica del busto de la famosa Dama de Elche cuyo original , hallado en esta ciudad en 1897, se guarda lejos, como es costumbre ya, en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
Eran ya las tres y corríamos el riesgo de no encontrar el menú del día disponible en algún local de comidas. Habíamos preguntado al guía del Huerto y nos había aconsejado un sitio que, aunque un poco más caro, daban bien de comer y era allí donde él acudía a diario. Estaba cerca del jardín y dimos con él y con el tablón de precios a la puerta. El aspecto del comedor, la verdad sea dicha, estaba en consonancia con el precio del menú. Además, en el cartel, decían tener el arroz con costra, al que nunca dejaba de hacer referencia mi padre, elogiando su sabor, y que en casa supusimos, como recuerdo imborrable por el hambre que pasó como soldado por aquellas tierras.
Pero, al pie del plato, entre paréntesis, ponía que sólo se servía por encargo, así que cruzamos la calle y en la esquina opuesta, había otro local de comidas. Pasamos ya dispuestos a lo que sea; los precios eran allí más prudentes. Elegimos la terraza que daba a un pequeño parque, protegida por los árboles y un toldo, de los rayos inclementes del sol levantino. Allí pudimos estar un rato, tras la comida, con los cafés, animados a seguir camino de la tierra del autor de estos versos:
Si queréis el goce de visión tan grata / que la mente a creerlo terca se resista; / si queréis en una blonda catarata / de color y luces anegar la vista; / si queréis en ámbitos tan maravillosos / como en los que en sueños la alta mente yerra / revolar, en estos versos milagrosos, / contemplad mi pueblo, contemplad mi tierra. Miguel Hernández.
De paso a Orihuela, cruzamos por Albatera. Previamente habíamos preguntado a nuestro informante por el "Campo de los Almendros" donde se habían hacinado a dieciocho mil presos políticos, ya fueran jefes, oficiales o soldados leales al ejército republicano. No sentíamos especial morbo en pisar lo que había sido el viejo campo de concetración ni esperábamos ver en su lugar una lápida conmemorativa tan siquiera.
Su turístico nombre dejó de tener sentido, porque para distraer el hambre, pues una lata de sardinas para tres y un chusco de pan para dos no la quitaban, pelaron de hojas y cortezas almendros y acacias. Cuarenta y ocho horas daban para digerir la exigua ración: eso para el que tenía la suerte de estar en la fila adecuada y que llegase en reparto a su turno. Entonces eran otros dos días más de espera.
¿A quién le extraña ese cuidado de la gente mayor por no tirar ni un trozo de pan y dejar el plato limpio? A quien no lo vivió o no quiso oír hablar de ello.
VIAJE DE RECUERDOS V
Orihuela
Llegamos a Orihuela, la tarde ya avanzada. Aparcamos junto al parque que lleva el nombre del poeta Miguel Hernández. Varios carteles que vi anunciaban distintas actividades culturales en torno a la conmemoración de su muerte, hace setenta años. Está en obras, pues al remodelarlo añaden una zona específica para los más niños y otra para los mayores. Este parque tiene todas las trazas de ser el punto más céntrico desde el que partiremos sin perdernos a recorrer la ciudad. Sólo conociendo su nombre me lo pareció y no es la única referencia que tuvimos, pues la Universidad lleva su nombre como vimos tanto aquí como estando en Elche, en anuncios de cursos y actividades académicas programadas.
Antes nos fue preciso descansar el cuerpo del largo y caluroso viaje y para ello cruzamos la calle y entramos en una cafetería de grandes ventanales desde los que podríamos ver el trajín de la ciudad, cómodamente sentados a una mesa.
Justo en otra al lado de la que elegimos por ser la única que quedaba libre, un anciano leía el periódico mientras saboreaba lentamente el café de las seis. Quizás atraído por la curiosidad, pienso yo ahora, que le provocaría nuestro particular uso del castellano, intercalado de vocablos propios de nuestra región lingüística, dejó de lado el diario después de doblarlo y sin disimulo alguno puso la antena dispuesto a enterarse de lo que hablábamos. Yo que vi el modo también de enterarme de las cosas que debíamos de allí saber, improvisé sobre la marcha una pregunta primera para cortar el hielo; tras la primera siguieron una veintena más, en el corto tiempo que se nos hizo haber pasado una hora con él.
Después de presentados debidamente, hablamos los cuatro como si de toda la vida nos conociésemos. Diez años más joven que mi padre, quedó extrañado cuando éste le preguntó por dos de los cines que él había frecuentado cuando soldados, de eso va ya más de setenta años. De uno de los cines sólo de oídas sabía que había existido en tanto que el otro, el "Teatro Circo" aún existía. Cuando quisimos saber el camino más corto para llegar al puente, nos preguntó a su vez por cuál de los siete puentes queríamos ver. Nos despedimos, no sin pena, por la grata compañía que dejábamos. La gente de esta tierra, es como la nuestra, abierta al diálogo.
Llegamos en un momento al puente que se conserva de tal forma como lo recordaba mi padre, eso sí, las calles asfaltadas, los edificios enteros sin paredes derruidos por los cañonazos, y muchos más altos y de mejor aspecto. El río apenas llenaba el cauce artificial que le habían fabricado para que en las crecidas no les diese algún susto. Cruzamos por una pasarela de acero y volvimos a hacerlo por otra unos cien metros más adelante. En una presa remansaban unos botes arrastrados por la corriente, pues una rejilla selectiva les impedía el paso.
Orihuela, en el corto reinado del Felipe había sido la capital del Reino de Valencia. La ciudad es sede de la Diócesis, segregada desde 1564 de la cercana Cartagena y quedar sufragánea de la metropolitana de Valencia, como diócesis de Orihuela. Por una Bula otorgada por Juan XXIII en 1968, es Diócesis de Orihuela-Alicante, residencia obispal, y teniendo como sufragánea suya la mismísima con catedral de Alicante.
Estamos en la Vega Baja del río Segura y para entrar en la ciudad hemos dado un rodeo a una elevación brusca del terreno atravesada por túneles en la subida y lleno de un serpentín de curvas y contra curvas hasta ver la ciudad emerger en la última de ellas. En la lejanía se ve la inmensa llanura de la vega donde no muy lejos, se encuentra Murcia. En una de las colinas cercanas, vemos el "Seminario de San Miguel", otro de los lugares que mi padre recordaba por frecuentarlo en sus guardias militares, pero es tarde ya, y es preciso volver con tiempo, además que al intentarlo nos topamos con un acceso cerrado a la circulación y nos quedamos con las ganas de subir. Después de dar con la salida adecuada, tras varios rodeos, volvemos a rodar por Callosa de Segura, Catral, de nuevo hacia Elche, y atravesar el pequeño valle del Vinalopó, donde se cosecha buena vid y se fermenta en cubas el rico vino que lleva su nombre, de sabor afrutado. Las tiendas están cerradas, pero tendremos ocasión sobrada antes de marcharnos de llevar unas botellas de muestra para degustarlo con tranquilidad en casa y recordar con su paladar, esta reseca tierra que ahora pisamos.
Cuando entramos en Alicante, nos iluminan ya las farolas del paseo "Las Palmeras" y en las quietas y grises aguas de la bahía, en multicolores reflejos, se bañan los rótulos de neón.
VIAJE DE RECUERDOS VI
Castillo de Santa Bárbara
Es el último día de estancia en Alicante y aún quedan muchos lugares que visitar. Es preciso hacer un buen desayuno para hacer acopio de energía, porque vamos a quemarla subiendo a lo alto del castillo Santa Bárbara. La terraza del "Mio Cid" en la que tomamos el desayuno, tenía aún libre nuestro habitual sitio y nos fuimos al interior a recoger las bandejas con los cubiertos y el menú elegido. Está claro el sentido del refrán que así dice aquello de que "A quien madruga...", pues a esta octava hora de la mañana, las mesas del refertorio hacían sobrada gala al nombre del hotel y nos resarcimos de las veces precedentes que hallamos las despensas asoladas, tan sólo una hora posterior. Esta vez, los clientes con quienes coincidimos, aparentaban ser algo así como ejecutivos, agentes promotores y visitantes comerciales, tanto por los maletines que todos parecían haberse puesto de acuerdo en llevar así como el atuendo que les hacía destacar a las claras de cualquier turista con quienes nos tropezábamos por los pasillos una hora después. La nota de corte la deban tres jóvenes, también bien vestidos y con sendas carteras, que en otra de las mesas hablaban con alta voz, olvidándose del resto de los allí presentes, seguros que estaban de no ser entendidos por nadie. Cerré los ojos un instante y me vi andando de la ceca a la meca, y por esas conexiones absurdas que hace el cerebro, añoré la tierra de Pelayo.
Decididos a visitar el lugar más emblemático de la ciudad de Alicante y guiados por ese instinto de orientación que nos da la vida en el campo, rodamos por las calles alrededor del monte Benacantil hasta dar sin dificultad con la subida y entrada al recinto amurallado. Tenía recuerdo de haberlo hecho andando, por otra cara de la montaña, la última vez que estuve allí, pero eran otros años, 1983, casi treinta menos, cuando llevé en un viaje fin de curso a diecisiete alumnos del Colegio “Jovellanos” de Panes. .
Aparcamos en una explanada que hay en la parte más baja del recinto amurallado y que, tras muchas destrucciones y renovaciones a que estuvo sujeto, fue construida ya en época borbónica. Iniciamos el ascenso, lentamente, aprovechando cualquier vestigio de sombra, parando y subiendo en zigzag, imitando la manera sabia que tienen las caballerizas de marcar los senderos del monte.
Mi padre, con sus noventa y dos años, no nos anduvo a la zaga, antes bien continuaba mientras nosotros nos entreteníamos en ver y leer las placas escritas en las que se narran partes importantes de la historia del castillo, sus alcaides y defensores y conquistadores y restauradores.
Llegados a otro nivel, vimos un letrero común que anunciaba el sitio de una tahona y hacía allí dirigimos nuestros pasos. En el suelo, convenientemente separados, estaban los huecos donde rodaban las muelas que hacían la molienda, seis en total. A su lado, por parejas y sujetas verticalmente al suelo, están las ruedas de los molinos que parecen esperar a que alguien las empuje ladera abajo a perderse en la playa del Postiguet. En los restos de muros, acierto a distinguir el hogar de la casa que debieron habitar los tahoneros y el restos de dependencias. Seguimos la ascensión hasta donde nos espera mi padre, al lado de una de las garitas que se conservan desde la que se vigila la subida, único paso obligado hasta la parte más alta donde se yergue la torre del homenaje.
Toma su nombre de Santa Bárbara porque el 4 de diciembre de1248, fue conquistada la plaza a los árabes por el entonces aún infante, Alfonso de Castilla, que conocemos como Alfonso X el Sabio. Tras una dura resistencia por parte de su alcaide Nicolás Peris, en 1296 se posesiona de todo el recinto para la corona de Aragón por Jaime II que ordena su remodelación. Casi un siglo después, Pedro IV “El Ceremonioso” rectifica su estructura y posteriormente, a comienzos del XVI, Carlos I ordenaría su fortificación. Sufre una importante reforma en el reinado de su hijo, Felipe II en la que se añaden la mayor parte de las dependencias que hoy se pueden visitar. Con la guerra de Sucesión, Alicante, 1691, es bombardeada y con ella comienza el deterioro y abandono del castillo, hasta ser de nuevo restaurado en el XVIII y vuelta a ser destruido con la revuelta de los liberales, el 28 de enero de 1844.
Durante la guerra civil española sirvió de reclusión primeramente para prisioneros hechos de las filas del ejército sublevado y, posteriormente para los soldados del ejército republicano, traídos principalmente en su mayoría del campo de concentración "Los Almendros" en Albatera y los que pudieron capturar con vida al pie del Puerto donde tenían previsto tomar un barco que los llevase a otro destino militar para continuar al servicio de la República. Todavía pueden apreciarse señales, marcas y grabados de las dos tandas de presos por distintas zonas del castillo.
Cuenta mi padre, que cuando él estuvo haciendo guardia en la garita al pie mismo de la puerta de entrada, para calentarse por la noche, había una hoguera permanente que mantenían encesa los soldados de todas las guardias que rotaban. La leña ya escaseaba por los contornos cercanos, por lo que alimentaban el bidón con maderas de encina y roble de las ventanas y puertas, sin ningún miramiento. Así son las guerras. No hay ninguna que mantenga signos civilizados. Desde los griegos, hasta el pasado siglo, se comprendió este lugar como una atalaya defensiva de la ciudad, título que se le fue concedido a Alicante en el año 1490 y la de capital de provincia tan sólo en el 1821.
En la parte más alta de la fortaleza, sitio donde se ubicaba la antigua alcazaba, poblada ahora de un bosque de antenas, disfrutamos con pausa de toda la vista que se nos ofreció a los cuatro puntos cardinales, la variedad de huertas y cultivos, el puerto y, al pie de ladera, la con catedral y otras construcciones religiosas que distinguimos por sus tejados. Busco el norte y me vienen paisajes bien distintos, de verde esmeralda a contrarrestar el color del campo y de los tejados que contemplamos allí abajo.
VIAJE DE RECUERDOS VII
Torrevieja
Tras visitar el Castillo, tomamos la carretera N-332 que discurre paralela a la costa del Mediterráneo, en dirección Cartagena. La tarde se echaba encima y preferimos hacer el trayecto, relajados, con idea de pasar por Santa Pola y Guardamar del Segura que nos pillaban de paso, destino Torrevieja, aunque en ambos casos deberíamos salirnos de la nacional para acercarnos al casco urbano.
A lo lejos, entre la bruma que cubría el mar, se ve la Isla Plana o Nueva Tabarca. La carretera atraviesa las marismas dando la sensación de que nos adentramos por momentos en la mar. De vez en cuando divisamos blancas montañas de sal en las que destellan los rayos del sol. Puede uno imaginarse la importancia que esta comarca debió de tener a cuenta de la sal, si aún en nuestros tiempos, es el mayor punto de extracción de toda Europa.
Pasada Guardamar, entramos en un parque aislado donde se anuncian todo tipo de tiendas y comercios. Parecía estar recientemente inaugurado, pero por la época baja de turismo, sector para el que con toda seguridad fue proyectado, me pareció una de esas ciudades fantasmas creadas para rodar películas o que ya la gente se había ido a dar el baño de la tarde. Preferimos irnos con nuestras fiambreras de plástico, a la sombra de cualquier árbol que encontrásemos. Nada más difícil de dar con uno. Los alrededores de la carretera no ofrecían ningún campo verde, lo mínimo que un viajero asturiano espera encontrar por todos los sitios que visita, pero nada que se le parezca, ni por asomo, a la húmeda tierra nuestra, capaz de regenerar, en poco tiempo, la vegetación. Allí, el terreno es irregular y árido, donde nacen matojos de espartos, linos, cáñamos y otras especies arbustivas, incluida la del algodón, que hicieron desde antiguo que la gente las aprovechase para la elaboración artesanal de telas, cestos y calzado.
De pronto, se dejan ver extensas plantaciones de limoneros que aportan pinceladas esmeraldinas y amarillentas al conjunto de sienas y tierras tostadas que la paleta de la naturaleza allí creó. A poca sensibilidad pictórica que se tenga no deja uno de sentirse atraído por la variedad cromática que todo el viaje le depara. Seguido, entramos en un paraje arisco de abundante roca, terreno inclinado, donde nadie puede imaginarse encontrar otra cosa que cardos. Cuando nos fuimos acercando, comprobamos que se trataba de una plantación de alcachofas y me sonreí pensando en las cuatro plantas que, a lo sumo, alguna vez coloqué en el huerto, con el miedo de que me acaparasen el poco espacio que tenía disponible para siembra.
Entramos por fin en el municipio torrevejano que en la mitad de su extensión está cubierto por las aguas de las lagunas saladas de La Mata y Torrevieja, protegidas actualmente bajo el epígrafe de Parque Nacional. Fue desde el siglo XIII centro importante de extracción de sal y puerto de exportación. Parece ser que hasta 1802 las únicas edificaciones que había allí eran humildes viviendas de los salineros y la vieja torre de vigía que da el nombre al topónimo. En 1928 un terremoto sacudió esta tierra, echando por tierra las precarias casas y parte de la torre y, para volver a edificarse y a crecer como centro urbano, pues la sal sigue siendo una fuente de riqueza que en el siglo XIX ya se exportaba en buques suecos y holandeses. El principal destino fue y sigue siendo Galicia para las salazones y conservación del pescado. El puerto no sería adecentado hasta el año 1954, desde el que, además de la sal, saldría la importante producción agraria de toda la Vega del Segura.
No obstante tener las mejores playas y calas de la costa, el panorama que se percibe es repetido al de otras zonas del levante. Los edificios parecen echar una carrera por llegar los primeros al mar. La mitad de la población es extranjera, eso se puede notar en la misma calle sin acudir a la consulta de sesudas estadísticas.
Sentados en una de las muchas terrazas hosteleras que aprovechan el encanto del agua para
atraer a la clientela, vemos el mar, casi inmóvil, sin olas ni mareas, adormilado, exhalando el último aliento de la primavera, mientras se prepara para la pronta llegada de la estación estival. La temperatura es buena al pie de mar. Ante nosotros observo las gentes que en ambos sentidos caminan, pertenecientes a las distintas etnias y culturas que la ciudad acoge, en tanto que mi padre, está ocupado en resolver un crucigrama, mientras toma un helado. Cuántos recuerdos le traerán a la memoria todo este viaje, después de siete décadas de soñado; y lo ve desfigurado.
La ciudad, ahora le parece distinta. Es distinta, le decimos. Nosotros también lo somos día a día.
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