Me
levanté sigilosamente y recorrí el pequeño trayecto entre mi cama
y la puerta de la habitación. Sorteé al paso la cuna de mi hijo y
los dos peluches preferidos suyos que dormían sueños de algodón
sobre la alfombra.
Desperdigados
por la sala contigua, alrededor del cesto de mimbres donde se
recogían, estaba el resto de juguetes. Una voz entrecortada, de
metálico tic-tac logró sobresaltarme.
La
vieja máquina de escribir que había dejado cargada con el primer
folio en blanco de una historia cuyo argumento no acababa de tener
claro, comenzó a mover sus tipos sobre el rodillo y al llegar al
final, el carro hizo retorno y cambio de línea. Pude entonces leer
lo que sería el título y por tanto, el tema central de una nueva
historia.
“BAILES
DE SALÓN”
–
Pero… !sabe escribir sola! –expresé asombrado.
Antes,
contaré una breve historia de aquella máquina.
Con
más de setenta años, conservaba sus innumerables piezas articuladas
en perfectas condiciones de funcionamiento. Con la llegada de la
nueva tecnología quedó relegada a simple material decorativo y
museo personal, pero que aún guardo por el valor sentimental que se le
puede atribuir a un objeto. Una de mis alumnas me dijo haberla visto
guardada en el desván de su casa. Yo entonces manejaba una portátil
de maletín, la Lettera-32
Olivetti que mis padres me habían comprado, con mucho esfuerzo,
cuando terminé el bachiller, en la “Librería Maya” de Antonio que era distribuidor en la zona, en los comienzos del verano de
1969.
Por
las descripciones que la muchacha me dio de la máquina me imaginé
alguna de las que había utilizado en el Colegio de la Arquera donde
aprendí mecanografía o de las usadas en las oficinas
consistoriales: Continental, Imperial, Remigton. Royal, Triumph, Underwood, eran las más usuales de la alta gama y cualesquier de
ellas me atraían por la mecánica tan compleja y recia que tenían,
frente a los nuevos modelos construidos en parte con plástico y baquelita.
No
dudé en proponer el cambio aún sin verla, con la única condición
de que funcionara y ante todo con el consentimiento de sus padres. Al
día siguiente llegó con ella polvorienta y con algunas palancas
dobladas que hacían entrechocar y que se trabaran los tipos sobre el
rodillo. Tenía otras dificultades que fui atajando a base de lija y
aceite fino para maquinaria tal.
Fue un cambio doloroso, puesto que
la que entregaba me había servido durante los estudios de Magisterio
para pasar los apuntes en claro y en las aulas doce años
más.
–
Hacía tiempo que no mirabas para mí –me dijo.
–
Es que… la inspiración no me viene. Ya quisiera saber plasmar en
un papel las realidades o los sueños de la vida.
La
llevé a la mesa de la cocina, donde aún los rescoldos caldeaban el
aire de la fría mañana que se colaba por las rendijas de los mal
conservados ventanales, como afilados y gélidos cuchillos. Tardé un
tiempo en adecentar los tipos llenos de costra de la tinta reseca,
con un palillo y algodón empapado en alcohol. Adapté los dedos a
la posición correcta sobre las redondas teclas de blancas letras.
–
Para escribir, solo es necesario dejar correr la imaginación y
contar lo que se nos ocurra sin rectificar para mantener la frescura.
El lector quiere ver reflejados sus pensamientos, dudas o carencias
en la escritura de los demás. Te voy a narrar unos hechos ocurridos
días atrás y quizás con ellos te dé pie para hacer una historia
que contar a tu hijo y a los niños de tu escuela.
–
No me parece mala idea, dije de mentirijillas, pues tenía mis dudas,
aunque por qué no confesarlo, deseaba a la vez que fuese cierto todo.
–Adelante con tu historia,– le dije mientras graduaba márgenes y
tabulaciones.
–Eran
ya muchas
noches en las que no podía dormirme. Mi insomnio estaba provocado
por el abandono en que me tenías y el consecuente anquilosamiento de
mis piezas, pero también por culpa de unos sonidos extraños que en
la madrugada se daban en el salón. Desde mi sitio, entre los libros y fuera del alcance del niño, no podía ver lo que ocurría y por
tanto tampoco de donde provenían aquellos.
Así pasaron varias
noches hasta que me cambiaste de sitio, entre los libros de cuentos
que les lees a los niños de la escuela. Podía ver desde allí el
cesto de mimbre donde el niño recoge sus juguetes antes de irse a la
cuna a dormir. De allí provenían los ruidos apenas perceptibles.
Debiera haber supuesto hace tiempo que eran las vocecillas de los
muñecos y juguetes.
Dormíais. Por el timbre de las voces reconocía
a sus dueños. Plástica la de Moro, el caballo, que sobresalía de las demás; graves, a madera, las de unos y agudas y aflautadas las de los
muñecos.
Las
flores de los maceteros de las ventanas también entraron en el salón
y entre todas ayudaron a salir a Helecho del enorme tiesto. La joven
Begonia, a la que cortejaba Geranio rojo, se dejó llevar de la mano
y comenzaron, entre aplausos, a danzar al son del vals que interpretó
Preciosa, la vieja armónica que reposaba sobre la caja que ocupaba la
última estantería de los libros.
Terminado
el vals interpretó para el perrito Peque y la osita Paca un
“can-can” que los animó a danzar ante el jolgorio de todos sus
amigos quienes los animaban con palmas. En el fondo de la cesta, los
indios y los vaqueros depusieron sus inútiles armas y se ayudaron de
forma organizada para salir del cesto y acudir a la fiesta. Es
preciso resaltar la oportuna intervención de Moro, el caballo
balancín, que de una suave y medida coz derribó el cesto, para
allanar la salida de los mutilados y amputados no de guerra, sino de
la escasa calidad con que habían sido diseñados.
Aquella
noche y las que siguieron, aquellos personajes alegraron mi triste
existencia de objeto de museo y, de ser más ligera habría bajado a
jugar con ellos.”
–
Nunca hubiese sospechado que las máquinas y los juguetes tuviesen
vida, alma propia, – le dije mientras acariciaba con
arrepentimiento sus teclas borrosas por el uso.
–
Tal como esas máquinas modernas son capaces de almacenar datos y
fotos animadas en sus cerebros electrónicos, nosotras acumulamos
innumerables textos con las infinitas combinaciones de nuestras
teclas. Hace falta tan sólo que alguien ordene las secuencias para
que surja un cuento o un relato.
–
No salgo de mi asombro. Sigue con tu hermoso relato que yo
transcribiré para que otros lo puedan leer.
–El
otro día cuando hablaste a tu hijo de la conveniencia de recoger los
juguetes antes de acostarse, a punto estuve de soltar toda la verdad.
El niño no era el responsable del desorden que había todas las
mañanas; los había recogido cuando terminó de jugar con ellos.
El
día había sido caluroso, motivo por el cual las ventanas habían
quedado abiertas para aliviar el bochorno de la noche de verano. La
luna plateada rellenaba los rincones del salón y el geranio
proyectaba su movida sombra en la pared contigua debido a una leve
brisa que vino a refrescar el ambiente y dar así un fondo
fantasmagórico al cuadro escénico. En ese preciso momento sonaron
las cuatro campanadas del reloj del salón. Segundos después se
escucharon también las que dio el viejo reloj desnudo de caja, desde
el cuarto cuya ventana abre al mar donde navega el cascarón de un
monstruo quimérico que parece Peñaquinera.
Peque,
que dormía en el suelo cuan largo era, despertó sobresaltado por
los toques del carillón y aulló sin emoción, casi por compromiso.
Sólo le despejaron las sombras chinescas del geranio y fue
arrastrando su cuerpo casi imperceptiblemente hasta donde se
encontraba dormida la hermosa osita Paca de la que estaba enamorado.
–
Oye, Paca, despierta, – le susurró al oído. – Tanatán y Tantán
dicen que son las cuatro. Es la hora convenida. Despertemos a los
demás.
–
¿Sí? Vamos – dijo la osita Paca lamiéndose con un poco de coquetería
sus morros rosados, al mismo tiempo que con su garra derecha de fibra
se quitaba un hilo que se le había enganchado en una ceja.
Se
acercaron al cesto de mimbre donde estaban sus amigos. La corriente
había cerrado la puerta de la habitación pequeña donde dormía
Moro al pie de las literas. Nadie que no fuese el caballo podría
volcar el cesto y para eso tuvieron que idear alguna estratagema.
Pidieron ayuda a Lechuza y Pingüino para colgar el tren de madera
del borde del cesto y usarlo como escalera por la que fueron trepando
todos desde el fondo del cesto.
Se
aseguraron de que estaban todos fuera e izaron el tren. La máquina a
toque de silbato reorganizó sus vagones y avisó con un resoplido de
sus calderas el inicio del viaje. Sin prisas y cediéndose la vez
unos a otros con educación se fueron acomodando en los asientos. Un
soldado anunciaba con su bandera la salida del convoy antes de
subirse a la máquina agarrado con la mano que le quedaba libre a la
barra de la cabina y su compañero fogonero, un muñeco de madera que
había servido anteriormente en un coche de bomberos, atizaba con una
pala la caldera.
– ¡Viajeros al tren! Se escuchó desde el andén de la pequeña
estación al jefe, un muñeco de plástico que vestía chaleco y
llevaba puesto el cinturón de pistolero.
El
tren avanzó con pesadez y recorrió la cocina, el corto pasillo de
entrada, la habitación donde dormíais con el niño, todo con el
menor ruido posible, hasta terminar sobre la gran alfombra del salón
tejida en lana multicolor que daba al ambiente un aspecto de país
persa. El viaje estaba felizmente concluido.
Las
flores, en su apresuramiento por salir de las macetas, habían dejado
caer algo de tierra. Alguna de ellas, fuertemente atrapada por sus
raíces, no pudieron desprenderse del tiesto y se tuvieron que
conformar con verlo todo desde las ventanas, pero así y todo, lo
pasaron muy bien. Sería una de las fiestas más recordadas de su
vida.
La
caja de música comenzó a interpretar con repetición los pocos
compases programados en su rodillo, momentos en los que, desde las
estanterías de los libros se fueron dejando volar multitud de
figurillas de papel representando a otros tantos poetas,
historiadores, narradores de cuentos, aventureros, pintores,
pastores, arlequines y un largo etcétera de niños de todas las
condiciones, razas y culturas. .
Planeando
se fueron dejando caer sobre el centro de la alfombra acordonado por
el tren, carros, camiones, coches, aviones y toda clase de animales
que les recibían con entusiasmo. Los editores, a su libre albedrío,
los había obligado a vivir en distintos libros, dándose el caso que
muchos de ellos no se hubiesen visto desde hacía mucho tiempo.
Se
hizo un silencio en el salón cuando los gritos del niño, en sueños,
lloró un rato por no tener a su lado a Peque, el perro que siempre
dormía junto a él sobre la almohada. Cesaron sus sollozos y
entonces, la guitarra se descolgó de la pared y con sus rasgueos
devolvió la paz y el sosiego a la singular fiesta.
Así
continuó hasta bien llegada la madrugada y que por la ventana
llegaron los primeros cánticos de los gallos anunciando el alba. La
trompeta que no se había podido descolgar de la pared por su pesado
cuerpo de latón, torpemente como un viejo coronel retirado, tocó
silencio como solía hacer en el cuartel.
Los asistentes se dieron
mucha prisa en despedirse hasta la noche siguiente, deseando que el
capricho del niño, el arrebato organizativo de los padres o la
curiosidad del perro cachorro de los vecinos no acabase llevando en
sus fauces a cualquiera de los presentes.
La trompeta tocó a
retirada. Por el suelo quedaron algunos muñecos dormidos que no
pudieron volver al cesto de mimbre. No importaba tanto. Nadie se extrañaría de ello.”
El
calor de la cocina me dormilaba. Ya eran las siete de la mañana.
Sólo el repiqueteo de la vieja Underwood rompía los albores en la
aldea. En la noche debió de hacer viento.
Las ventanas abiertas de
par en par en el salón dejaban entrar el aire de la Sierra con
aromas de eucaliptos y madreselvas. Algunas macetas habían volcado y
parte de su tierra se encontraba esparcida por el suelo.
Pasé la
vista por las estanterías y coloqué alguno que vi a medio entornar y
abierto, cosa que también atribuí al viento. De uno de ellos
sobresalía la fotografía de un cuadro de Picasso que había
recortado de una revista dominical.
En
el sofá, dormían plácidamente Paca y Peque abrazados, las cabezas
juntas. Con una sonrisa de complicidad regresé a la cocina dispuesto
a finalizar el cuento.
El
día no acababa de salir. En el invierno los días también se
vuelven perezosos y se les pegan las sábanas. Aparté los
visillos y observé en la distancia la mar enfurecida. Los bufones de
Santiuste y de Puertas elevaban al aire sus lenguas de espumas
plateadas, pero hasta mí no llegaban los bramidos de aquellos
“agujeros del diablo” como llaman en la costa atlántica gala.
Sentado
de espaldas a la ventana frente a mi vieja máquina vi un muñeco de
goma de borrar encima del frigorífico que parecía sonreírme. Le
contesté con una mueca de complicidad y saqué del carro de la
máquina el último folio.
Cuento
inédito que escribí para mi hijo Ramonín de tres años, en
Pendueles durante las Navidades de 1987.
Peque fue el
regalo que le hicieron por Reyes el año 1985 en la iglesia, ya
que es costumbre arraigada hacerse regalos entre los vecinos y
entregarlos después de los oficios religiosos.
(Finalista
del XXXIII Certamen literario nacional e internacional, 2007)
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