Es
momento de regresar a los lugares de residencia, de quienes volvieron
un año más a su tierra de origen o a la de sus padres. Es como un
alto en el camino que se debe continuar, con la esperanza del regreso
en el año venidero.
En
este mes puede decirse que existe un turismo religioso, sin
frivolizar, porque noto, tanto en “La
Bajada” como
para “La
Subida”,
que a la gente nos mueve algo más que lo puramente folixeru. Quien
viene por estas fechas a Llanes, busca algo más que la arena de
nuestras playas.
No
obstante el boato con que se engalana a la imagen de La Guía, fue y
es la imagen más venerada de las gentes más humildes de la villa,
los marineros, y por la de los pueblos de la periferia, salvo unas
excepciones. Esta diferente devoción religiosa entre los llaniscos,
fue antaño más radical que lo es hogaño. Era, si se examina
fríamente, una forma solapada de ejercer el derecho a manifestarse
en lo que se podía, ya que dentro de la esfera política, no cabía
discusión alguna.
Es
en la noche del día 7 de septiembre cuando tiene lugar “La
Bajada de la Guía”,
por el trayecto que hay desde el sitio donde se levanta la capilla
hasta la Basílica, acompañada en procesión silenciosa, lenta,
solemne y portada por los cofrades. Abren camino los farolillos,
estandartes y arcas de los Misterios, que portan los más jóvenes,
con rostros hieráticos, de traje y corbata y guantes blancos.
Siempre me produjo la impresión de asistir a un paso tardío de
Semana Santa, un tanto triste, por el silencio de la gente que
desfila y de los que esperamos a un lado de la calle, y por el
movimiento de los pábilos de las velas. Desde donde me sitúo todos
los años a esperarla, junto a la “Casa Contró”, puedo ver el
tramo último de la bajada y otro en llano hasta la entrada en el
puente. Los murmullos de la gente agolpada en las aceras que habla y
comenta se extinguen como una onda cuando aparecen los primeros
cirios que abren la procesión. Los minutos parecen expandirse y se
hacen eternos mientras se organizan en líneas de a tres, todas las
“Mantillas”, unas de tocado negro o blanco, cada cual eligiendo
aquél que más realce su cara y su figura, o quizás, el que mejor
exprese los sentimientos que lleve en el corazón.
Busco
entre ellas, caras amigas, familiares, compañeras de estudios, de
trabajo y alumnas. Al fin, aparece la imagen, como una luminaria que
combate la oscuridad, porque ese es uno de los sentidos de esta
fiesta. El paso de los que la llevan, ha de ser rítmico y con él
parece dársele vida. Se le humedecen los ojos y se le agranda el
espíritu al espectador cuando se ilumina de pequeñas luciérnagas
la blanca tez de la imagen. Junto al edificio de Correos, se
incorpora la Banda Municipal que marca el paso hasta que llega al
puente.
Atajo
por la plaza de las Barqueras y salgo a la orilla del muelle, porque
quiero verla mirando al mar. ¡Cuántos recuerdos se me agolpan en
esta noche. Mis compañeros de instituto, residentes en el Colegio
Menor, se incorporaban por estas fechas al nuevo curso y en la
procesión, llevaban los farolillos, uniformados con chaqueta azul,
pantalón largo gris, corbata granate y guantes blancos. Apenas me
vienen a la memoria unos pocos apellidos: Inguanzo, Hevia, Bode,
Burgos, Gonzalo, Maya... y quedan en el olvido tantos y tantos más.
De
las cámaras digitales brotan ráfagas de luces que se convierten en
pequeñas perlas que se cuelgan de la brillantes mirada con que el
artista imaginero la creó. Algo parecido a una pequeña descarga
eléctrica recorre mi médula estremeciéndome de emoción.
La
Guía mira, con rebeldía, a la bocana del puerto y sus destellos se
reflejan en el agua mientras su figura queda enmarcada con Tieves al
fondo. Rompe la oscuridad de la noche una lluvia de colores que toman
forma de palmeras. Un niño subido en los hombros de su padre llora
sin consuelo. Así me subió el mío y yo hice lo mismo con los míos
por que percibieran desde arriba todo el espectáculo. El padre le
fabula que las luces son estrellas y el niño sofoca sus miedos entre
suspiros. Unos minutos más tarde comienza a sonar la traca que ya no
puede soportar en sus tiernos oídos.
Una
sirena de altavoz, imita, o quizás sea la misma, a la que sonaba en
el viejo edificio de la Lonja y el niño llora de nuevo. La sirena es
la voz para los que emigraron allende el mar y que no pudieron venir,
le quisiera yo decir, pero el ruido me lo impide.
Este
año, no pude estar, pero me bastó cerrar los ojos y sentirlo,
porque lo llevo muy dentro.
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