Existe aún la pésima costumbre de
dejar tirados los objetos y enseres sobrantes en las casas, en los
bosques y junto a los ríos. Se ven de esa forma, cuando se camina
por el campo, basureros piratas, de restos de construcción así como
las viejas cubiertas de uralita, ruedas, frigoríficos, lavadoras,
sillones, mesas, ventanas y un sinfín de cosas más.
El mar tampoco se salva de este trato.
Por la orilla de la costa, se encuentra todo resto de basuras como
bolsas, latas de conservas, botellas de plástico o cristal y
montones de colillas. Lo que se echa al agua, uno se lo puede
imaginar. Basta caminar por los pedreros de las playas donde viene
todo a parar con las fuertes riadas del invierno y se encuentra de lo
mismo.
La conciencia ecológica tardará aún
muchos años en arraigar si no se fundamenta en el ámbito de las
aulas, tanto de escuela como de instituto. Las orillas de las
carreteras son verdaderos depósitos de basuras y no se libran de
este trato los caminos y las calles.
Recuerdo ver, de mis años en
el instituto, que el carro municipal de la limpieza basculaba los
residuos al acantilado, por la parte más occidental del paseo. Esa
actitud, nada extraña entonces, se debía a la ignorancia ecológica
que nos envolvía. Vivíamos en una desinformación total, bien
programada por el sistema y los medios de que disponíamos no eran
suficientes para comprender el planeta en el que vivimos. Lo creíamos
poco menos que infinito y de tanto decirnos que éramos, los humanos,
sus absolutos dueños, lo teníamos creído. Como especie dominante
sobre el resto de seres vivos, según antiguas escrituras, todo había
sido creado para nosotros, incluidos, claro está, los mares, los
ríos y las montañas. Ahora, nadie piensa así, pero se siguen
haciendo atrocidades en el medio ambiente con el pretexto del
desarrollo y de la economía.
Los bosques siempre fueron despensa de
frutos secos y fuente de energía barata no exclusiva de las gentes
de los pueblos. Los ganaderos gestionaban el bosque como pastos,
recogiendo la hoja caída y segando la hierba con el fin de usarlo
todo como cama del ganado del establo y obtener así un bien tan
indispensable como es el estiércol para el cultivo o el abono de las
fincas de las que se alimentaba el ganado. Así se mantenían limpios
y toda rama caída o cañón roto por el viento, se recogía para
calentar la chapa de la cocina y a su vez toda la casa.
Andando en alguna de las anteriores
tareas por el bosque, pude encontrar basureros piratas donde se
podían ver los más diversos materiales del desguace de las viejas
casas: maderas, ladrillos, azulejos, lavabos, inodoros, cisternas,
cocinas de chapa, cocinas de gas, aparadores, espejos, lámparas,
armarios, somieres, largueros, mesillas de noche, algunos
prácticamente utilizables.
Podría seguir una lista
interminable de materiales, pero entre tanta cosa abandonada, hace
bien poco, di con varios baúles amontonados sobre un montón de
escombros de cal y ladrillos y no pude por menos que llevarlos para
casa. Era verano y al menos no se habían mojado y conservaban aún
el polvo del desván donde habían pasado varias décadas. Los pude
encajar uno en otro para poder meterlos en el furgón, como si se
tratase de las matrioskas rusas. Curiosamente, todos tenían
alguna peculiaridad que lo distinguía del resto. Ninguno era igual
ni en la construcción ni en el tamaño, de tapa redonda tres de
ellos y plana el resto. Dos están protegidos por cantoneras y flejes
, cierres y clavos de hierro. Uno venía cubierto de loneta y otro
aún conservaba restos de cuero. Sólo uno era enteramente de madera.
Al abrir el más pequeño me
encontré con un viejo tambor de doble parche, aún tensos con llaves
de apriete muy oxidadas y un viejo molinillo de café, de madera
apolillada. Los fui restaurando a la vez que, vista la forma de su
construcción, construí otros más adaptados a los distintos
rincones y usos de la casa. En las casonas antiguas de la gente más pudiente,
los baúles se usaban para distintos cometidos. Después su uso se
generalizó en las casas más humildes hasta que fueron desplazados
por la moda de los armarios.
En el mayor de todos,
guardamos la colección de toallas que nuestras madres se empeñaron
en coleccionar para nosotros. Al abrirlo nos devuelve el grato olor
del algodón seco. En un lateral trae grabado el nombre del último
destino que debió tener, cuando su dueño regresó de indiano a la
casa que lo vio nacer, repleto de regalos para los sobrinos: “LA
HABANA”. ¡Cuánta historia guardará en sus tablas de abeto que
aún conservan el olor colonial de la isla!
En otro, más arcón que baúl,
guardamos las ropas que se usan para el trabajo y para la playa.
También escondemos en él las palas de tenis que nunca tuvimos
tiempo de usar, las gafas y las aletas de buceo, las playeras,
bañadores, gorros de baño, cremas solares, y diversas mochilas que
uno se resiste a tirar. En este viejo arcón se guardó antaño la
molienda del maíz y el jamón curado del sanmartín, las latas de
embutidos en grasa del cerdo, las bolsas con habas, es decir, era la
despensa y el mayor tesoro de cualquier familia campesina.
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