miércoles, 13 de febrero de 2013

ARQUEOLOGÍA DOMÉSTICA


Existe aún la pésima costumbre de dejar tirados los objetos y enseres sobrantes en las casas, en los bosques y junto a los ríos. Se ven de esa forma, cuando se camina por el campo, basureros piratas, de restos de construcción así como las viejas cubiertas de uralita, ruedas, frigoríficos, lavadoras, sillones, mesas, ventanas y un sinfín de cosas más.
El mar tampoco se salva de este trato. Por la orilla de la costa, se encuentra todo resto de basuras como bolsas, latas de conservas, botellas de plástico o cristal y montones de colillas. Lo que se echa al agua, uno se lo puede imaginar. Basta caminar por los pedreros de las playas donde viene todo a parar con las fuertes riadas del invierno y se encuentra de lo mismo. 
La conciencia ecológica tardará aún muchos años en arraigar si no se fundamenta en el ámbito de las aulas, tanto de escuela como de instituto. Las orillas de las carreteras son verdaderos depósitos de basuras y no se libran de este trato los caminos y las calles.  
Recuerdo ver, de mis años en el instituto, que el carro municipal de la limpieza basculaba los residuos al acantilado, por la parte más occidental del paseo. Esa actitud, nada extraña entonces, se debía a la ignorancia ecológica que nos envolvía. Vivíamos en una desinformación total, bien programada por el sistema y los medios de que disponíamos no eran suficientes para comprender el planeta en el que vivimos. Lo creíamos poco menos que infinito y de tanto decirnos que éramos, los humanos, sus absolutos dueños, lo teníamos creído. Como especie dominante sobre el resto de seres vivos, según antiguas escrituras, todo había sido creado para nosotros, incluidos, claro está, los mares, los ríos y las montañas. Ahora, nadie piensa así, pero se siguen haciendo atrocidades en el medio ambiente con el pretexto del desarrollo y de la economía.
Los bosques siempre fueron despensa de frutos secos y fuente de energía barata no exclusiva de las gentes de los pueblos. Los ganaderos gestionaban el bosque como pastos, recogiendo la hoja caída y segando la hierba con el fin de usarlo todo como cama del ganado del establo y obtener así un bien tan indispensable como es el estiércol para el cultivo o el abono de las fincas de las que se alimentaba el ganado. Así se mantenían limpios y toda rama caída o cañón roto por el viento, se recogía para calentar la chapa de la cocina y a su vez toda la casa.
Andando en alguna de las anteriores tareas por el bosque, pude encontrar basureros piratas donde se podían ver los más diversos materiales del desguace de las viejas casas: maderas, ladrillos, azulejos, lavabos, inodoros, cisternas, cocinas de chapa, cocinas de gas, aparadores, espejos, lámparas, armarios, somieres, largueros, mesillas de noche, algunos prácticamente utilizables.
Podría seguir una lista interminable de materiales, pero entre tanta cosa abandonada, hace bien poco, di con varios baúles amontonados sobre un montón de escombros de cal y ladrillos y no pude por menos que llevarlos para casa. Era verano y al menos no se habían mojado y conservaban aún el polvo del desván donde habían pasado varias décadas. Los pude encajar uno en otro para poder meterlos en el furgón, como si se tratase de las matrioskas rusas. Curiosamente, todos tenían alguna peculiaridad que lo distinguía del resto. Ninguno era igual ni en la construcción ni en el tamaño, de tapa redonda tres de ellos y plana el resto. Dos están protegidos por cantoneras y flejes , cierres y clavos de hierro. Uno venía cubierto de loneta y otro aún conservaba restos de cuero. Sólo uno era enteramente de madera.
Al abrir el más pequeño me encontré con un viejo tambor de doble parche, aún tensos con llaves de apriete muy oxidadas y un viejo molinillo de café, de madera apolillada. Los fui restaurando a la vez que, vista la forma de su construcción, construí otros más adaptados a los distintos rincones y usos de la casa. En las casonas antiguas de la gente más pudiente, los baúles se usaban para distintos cometidos. Después su uso se generalizó en las casas más humildes hasta que fueron desplazados por la moda de los armarios.
En el mayor de todos, guardamos la colección de toallas que nuestras madres se empeñaron en coleccionar para nosotros. Al abrirlo nos devuelve el grato olor del algodón seco. En un lateral trae grabado el nombre del último destino que debió tener, cuando su dueño regresó de indiano a la casa que lo vio nacer, repleto de regalos para los sobrinos: “LA HABANA”. ¡Cuánta historia guardará en sus tablas de abeto que aún conservan el olor colonial de la isla!
En otro, más arcón que baúl, guardamos las ropas que se usan para el trabajo y para la playa. También escondemos en él las palas de tenis que nunca tuvimos tiempo de usar, las gafas y las aletas de buceo, las playeras, bañadores, gorros de baño, cremas solares, y diversas mochilas que uno se resiste a tirar. En este viejo arcón se guardó antaño la molienda del maíz y el jamón curado del sanmartín, las latas de embutidos en grasa del cerdo, las bolsas con habas, es decir, era la despensa y el mayor tesoro de cualquier familia campesina.







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