Había llegado de maestro en septiembre de 1984 a la Escuela de Pendueles. Les comentaba a los alumnos mayores, las opciones que tendrían con los estudios por las ramas de Electrónica y Mecánica que podían seguirse en la Escuela de Artes y Oficios de Llanes. Ninguno de ellos estaban animados a seguir los estudios del B.U.P.
Guardaba en mi particular taller una radio de cinco válvulas que había recogido de una escombrera pirata, no muy lejos del pueblo, junto al río Novales. Una tarde les llevé a clase el zócalo, desprovisto del armazón exterior para que la vieran por dentro y que reconociesen todos los componentes: resistencias, potenciómetros, condensadores fijos y variables, solenoides, las funciones de las distintas válvulas y demás artilugios con las funciones específicas de cada uno. Se trataba de un receptor superheterodino, les dije, siguiendo los escasos conocimientos que sobre la electrónica había adquirido en las revistas que mi amigo Pedrín recibía de "Radio Maymo", un curso por correo, las cuales me pasaba en cuanto él las tenía dominadas. Años después, tuve la ocasión de aprender algo más sobre la radio en las clases con Juanjo Llamazares.
Mis conocimientos en electrónica, bastante rudimentarios, los dejaron boquiabiertos. Nino, uno de los de octavo curso, que parecía mostrar mayor interés que el resto por aquella improvisada clase, me dijo que sabía dónde había una radio abandonada en el bosque.
Era en un castañar a la salida de Buelna y añadió que debió de pertenecer al ejército alemán.
Este último dato añadido por el alumno no me extrañó ni lo más mínimo, por otras referencias que en el pueblo yo había escuchado contar sobre la época de la guerra.
Quedé con ellos en ir a buscarla en cuanto saliésemos de la clase. Los llevé en Land Rover hasta sus casas y pidieron permiso a sus padres; cogieron la merienda y se pusieron un calzado más apropiado para patear el bosque.
El lugar estaba apenas a doscientos metros del pueblo. Había una entrada al bosque, que en época no lejana, habría sido una finca de pastos, pues limítrofe a él encontré restos de buena cantería en muros de una vivienda.
Los chavales me guiaron hasta el sitio donde habían escondido la radio. Cerca había también restos de útiles caseros, que mientras lo escribo me viene a la memoria tal como: un hervidor de la leche dentro del cual encontré dos matrículas de las que se exigían para la circulación de las bicicletas. Se precintaban en la tija del manillar, eran de aluminio y representaban el escudo del ayuntamiento y el año en vigor, usando distintos colores para distinguirlo a distancia, tal como ahora se hace con las viñetas de la ITV de los vehículos a motor. Aún las conservo.
En cambio, me llevé una decepción en lo que respecta a la radio, pues resultó ser un mazacote de chapa, cableado y lámparas, en un estado completo de oxidación, embutido de lodo de la torrentera de temporada lluviosa.
Me di cuenta en seguida que se trataba de una radio de coche bastante antigua, por las válvulas que usaba. En la fecha de fabricación aún no se conocía el transistor, semiconductor que dio el nombre genérico a los aparatos de radio a pilas.
Se la dejé a ellos y mientras tanto, para aprovechar el viaje, me dio por recorrer en sentido ascendente el seco cauce de la torrentera por si encontraba algún mineral o roca, pues es otra de mis aficiones consolidadas desde los tiempos del bachiller. Me sorprendió encontrar pequeñas muestras de mineral de carbón, eso me pareció entonces, aunque tiempo después, me dio por pensar si no serían muestras de azabache. Hoy es imposible ya volver allí, pues el trazado de la autovía pasa justo por encima de aquel lugar.
Al dar la vuelta, como ya había observado el cauce, bajé observando el ribazo derecho, donde el meandro presentaba la erosión. Me llamó la atención algo blanco que estaba atrapado entre las raíces de unos arbustos nacidos en la finca colindante. Sujetándome de ellas, pude izarme hasta tomar el extraño objeto y tiré de él.
La sorpresa no pudo ser mayor. Tenía en mi mano un plato de porcelana fina sin el menor deterioro. Subí a la finca de arriba y debajo de una profunda capa de tierra vegetal, aparecieron once más, mitad hondos, mitad llanos y dos largueros.
En principio pensé que habría pertenecido a la casa cuyos vestigios aún eran visibles.
Hubo quien me comentó la posibilidad de haberlo escondido allí el dueño de una de las casas notables, de las tantas que hay en el pueblo, cuando la guerra. Se dijo que había llevado a las cuevas los objetos de más valor que tenía y aún no se habían podido encontrar.
Tal como me lo vendieron, lo vendo.
Pero, andando el tiempo, me llegó una explicación mucho más creíble de un vecino:
“Un tiempo después de terminada la Guerra Civil, iniciada la 2ª Guerra Mundial, era frecuente ver pasar a familias huidas de aquel magostal que se había iniciado tras los Pirineos. Una de esas familia cuyos integrantes aún conservaban una cierta elegancia, bajo la suciedad y los rotos en sus vestimentas a causa del polvo y la humedad de los caminos, pasaron por Buelna con un carro entoldado tirado por un jumento, tan esquelético como sus dueños. En él viajaban los padres y tres niños de entre ocho y catorce años, aproximadamente.
_"Como era habitual en los pueblos, a pesar de la pobreza en que también vivíamos todos, nunca se negaba el techo, ni un trozo de pan y un plato de patatas caldosas para quienes lo necesitaran”_ me contó Nacho.
En la casa de mi vecino, no sobraba mucho para dar por ser ellos una familia numerosa, pero después de aquellas dos noches que se quedaron en su henal, aquellos huidos de la guerra y de un campo de exterminio pudieron seguir el camino con las fuerzas algo más restablecidas. La leche, los talos y algún que otro queso curado de la triguera les dieron fuerzas para continuar.
_“Pero el hombre no acababa de quitar la tos pertinaz que le minaba. En el carruaje llevaban dos baúles cerrados, aparte del resto de enseres personales y domésticos, colgados de los laterales interiores del carro entoldado”.
Es posible, a decir de mi vecino, que antes de entrar en el pueblo se parasen en el bosque a deshacerse de la vajilla, que por ser de alto valor diese alguna pista de su origen y tuviese alguna consecuencia nefasta para todos ellos. Marcado en tinta verde vejiga indeleble, por debajo de todas las piezas dice:
<< Epiag D.F. Czechoslovakia >>
Una mañana, de madrugada, continuaron el camino, con mayor ánimo y la carreta más ligera.
Guardaba en mi particular taller una radio de cinco válvulas que había recogido de una escombrera pirata, no muy lejos del pueblo, junto al río Novales. Una tarde les llevé a clase el zócalo, desprovisto del armazón exterior para que la vieran por dentro y que reconociesen todos los componentes: resistencias, potenciómetros, condensadores fijos y variables, solenoides, las funciones de las distintas válvulas y demás artilugios con las funciones específicas de cada uno. Se trataba de un receptor superheterodino, les dije, siguiendo los escasos conocimientos que sobre la electrónica había adquirido en las revistas que mi amigo Pedrín recibía de "Radio Maymo", un curso por correo, las cuales me pasaba en cuanto él las tenía dominadas. Años después, tuve la ocasión de aprender algo más sobre la radio en las clases con Juanjo Llamazares.
Mis conocimientos en electrónica, bastante rudimentarios, los dejaron boquiabiertos. Nino, uno de los de octavo curso, que parecía mostrar mayor interés que el resto por aquella improvisada clase, me dijo que sabía dónde había una radio abandonada en el bosque.
Era en un castañar a la salida de Buelna y añadió que debió de pertenecer al ejército alemán.
Este último dato añadido por el alumno no me extrañó ni lo más mínimo, por otras referencias que en el pueblo yo había escuchado contar sobre la época de la guerra.
Quedé con ellos en ir a buscarla en cuanto saliésemos de la clase. Los llevé en Land Rover hasta sus casas y pidieron permiso a sus padres; cogieron la merienda y se pusieron un calzado más apropiado para patear el bosque.
El lugar estaba apenas a doscientos metros del pueblo. Había una entrada al bosque, que en época no lejana, habría sido una finca de pastos, pues limítrofe a él encontré restos de buena cantería en muros de una vivienda.
Los chavales me guiaron hasta el sitio donde habían escondido la radio. Cerca había también restos de útiles caseros, que mientras lo escribo me viene a la memoria tal como: un hervidor de la leche dentro del cual encontré dos matrículas de las que se exigían para la circulación de las bicicletas. Se precintaban en la tija del manillar, eran de aluminio y representaban el escudo del ayuntamiento y el año en vigor, usando distintos colores para distinguirlo a distancia, tal como ahora se hace con las viñetas de la ITV de los vehículos a motor. Aún las conservo.
En cambio, me llevé una decepción en lo que respecta a la radio, pues resultó ser un mazacote de chapa, cableado y lámparas, en un estado completo de oxidación, embutido de lodo de la torrentera de temporada lluviosa.
Me di cuenta en seguida que se trataba de una radio de coche bastante antigua, por las válvulas que usaba. En la fecha de fabricación aún no se conocía el transistor, semiconductor que dio el nombre genérico a los aparatos de radio a pilas.
Se la dejé a ellos y mientras tanto, para aprovechar el viaje, me dio por recorrer en sentido ascendente el seco cauce de la torrentera por si encontraba algún mineral o roca, pues es otra de mis aficiones consolidadas desde los tiempos del bachiller. Me sorprendió encontrar pequeñas muestras de mineral de carbón, eso me pareció entonces, aunque tiempo después, me dio por pensar si no serían muestras de azabache. Hoy es imposible ya volver allí, pues el trazado de la autovía pasa justo por encima de aquel lugar.
Al dar la vuelta, como ya había observado el cauce, bajé observando el ribazo derecho, donde el meandro presentaba la erosión. Me llamó la atención algo blanco que estaba atrapado entre las raíces de unos arbustos nacidos en la finca colindante. Sujetándome de ellas, pude izarme hasta tomar el extraño objeto y tiré de él.
La sorpresa no pudo ser mayor. Tenía en mi mano un plato de porcelana fina sin el menor deterioro. Subí a la finca de arriba y debajo de una profunda capa de tierra vegetal, aparecieron once más, mitad hondos, mitad llanos y dos largueros.
En principio pensé que habría pertenecido a la casa cuyos vestigios aún eran visibles.
Hubo quien me comentó la posibilidad de haberlo escondido allí el dueño de una de las casas notables, de las tantas que hay en el pueblo, cuando la guerra. Se dijo que había llevado a las cuevas los objetos de más valor que tenía y aún no se habían podido encontrar.
Tal como me lo vendieron, lo vendo.
Pero, andando el tiempo, me llegó una explicación mucho más creíble de un vecino:
“Un tiempo después de terminada la Guerra Civil, iniciada la 2ª Guerra Mundial, era frecuente ver pasar a familias huidas de aquel magostal que se había iniciado tras los Pirineos. Una de esas familia cuyos integrantes aún conservaban una cierta elegancia, bajo la suciedad y los rotos en sus vestimentas a causa del polvo y la humedad de los caminos, pasaron por Buelna con un carro entoldado tirado por un jumento, tan esquelético como sus dueños. En él viajaban los padres y tres niños de entre ocho y catorce años, aproximadamente.
_"Como era habitual en los pueblos, a pesar de la pobreza en que también vivíamos todos, nunca se negaba el techo, ni un trozo de pan y un plato de patatas caldosas para quienes lo necesitaran”_ me contó Nacho.
En la casa de mi vecino, no sobraba mucho para dar por ser ellos una familia numerosa, pero después de aquellas dos noches que se quedaron en su henal, aquellos huidos de la guerra y de un campo de exterminio pudieron seguir el camino con las fuerzas algo más restablecidas. La leche, los talos y algún que otro queso curado de la triguera les dieron fuerzas para continuar.
_“Pero el hombre no acababa de quitar la tos pertinaz que le minaba. En el carruaje llevaban dos baúles cerrados, aparte del resto de enseres personales y domésticos, colgados de los laterales interiores del carro entoldado”.
Es posible, a decir de mi vecino, que antes de entrar en el pueblo se parasen en el bosque a deshacerse de la vajilla, que por ser de alto valor diese alguna pista de su origen y tuviese alguna consecuencia nefasta para todos ellos. Marcado en tinta verde vejiga indeleble, por debajo de todas las piezas dice:
<< Epiag D.F. Czechoslovakia >>
Una mañana, de madrugada, continuaron el camino, con mayor ánimo y la carreta más ligera.
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